Gonzalo Cunill sondea la vida desde la muerte en esta performance de Jan Lauwers en el Teatro de La Abadía

El teatro en Madrid está hablando mucho de la muerte para discurrir sobre la vida (Véanse La Patética o Las apariciones). El espectador tiene la oportunidad de aplicarse el memento mori como mantra diario. El ocio consumista y lógico decaimiento, el tedio de los productos fugaces, los contenidos de seudoarte intrascendente y la exigencia de aparentar lo que no se es sitúan a demasiad gente ante el abismo. ¿Ven? No es tan difícil ser Byung-Chul Han. Gonzalo Cunill se presenta al Teatro de La Abadía con un traje blanco como una mortaja elegante para alguien que ha gozado de la vida, de la dolce vita, de la gran belleza,… Un maestro de ceremonias que observa su existencia con alegría y con gran sentido del humor. Sigue leyendo
Viene este montaje en paralelo (o en continuación) de aquel
Tiene Pablo Fidalgo una forma de entender el teatro que resulta de un compromiso ético (véase
Quizás haya pocas dudas al considerar La broma infinita (1996) la mejor novela del final del siglo XX; aunque, realmente, cuando uno la lee, más le parece la mejor de nuestra época que aún dura. Que David Foster Wallace se suicidara en 2008 era más que previsible; pues la depresión lo atenazaba y las pastillas que tenía que ingerir para contenerla lo llevaban a pasar meses fuera de juego. Desde entonces, hemos ido descubriendo mucho de su obra inédita, gracias, en parte, a la pequeña editorial Pálido fuego.
Desde que me enganché a las películas coreanas de Kim Jee-woon, Park Chan-wook y Bong Joon-ho, y a los vídeos de Britney Spears, me siento anestesiado ante la contemplación de la violencia. Ocurre lo mismo cuando terminas de ver The Act of Killing (pero en la versión del director. No hay que andarse con zarandajas), que un indonesio arriba o abajo te aporta poco. En el arte conceptual el truco consiste en basarlo todo en la cartela, el resto es poner a funcionar la imaginación del espectador; cuanto más culto, más implicaturas y, quizás, más fascinación al observar lo que en la propia obra no se da; eso, si cae en la trampa. Parece conveniente atender al prólogo, por aquello de sacar algo en claro. Maarten Seghers se transmuta en bufón y en director de orquesta, para pulular y componer las músicas y los ruidos, los sonidos que nos induzcan a sostener en la mayoría de los casos la agresividad. Avanza que en la época del bueno de Billy (para los amigos), Londres, como Sevilla, era un lugar repleto de rufianes, de pícaros, de ladrones y de asesinos que sabían emplearse a fondo en cualquier callejón macilento. 
