Eduardo Galán ha traído al presente el clásico de Ibsen para configurar un drama desfasado con María León en el papel de Nora

Seguimos con la misma dinámica: adaptar clásicos para que el público no se aburra (véase La Regenta o Los pazos de Ulloa) y se pueda quedar con la esencia ─si es que esta tiene verdadero valor, cuando se le usurpan las necesarias circunstancias-. Si, además, se quiere modernizar y trasladar el contexto de la Noruega de finales del XIX al primer cuarto del siglo XXI, la verosimilitud va a resultar trastabillada. Durante todo este tiempo se han dado unas transformaciones sociales bárbaras. Sigue leyendo
¿Es esta adaptación de Eduardo Galán la adecuada para un amplio público sin minusvalorar en exceso el original? Algunos pensarán que sí. Esto implica, necesariamente, un recorte superior al deseable (no voy a venir aquí con el consabido debate sobre el género literario de este clásico; pero es evidente que llevar a escena el texto completo supondría superar las tres horas de función). Amén de ajustar el lenguaje a un vocabulario mucho más cercano y con una pronunciación contemporánea. Más tajo encontramos con los personajes. Como suele ser habitual, el rufián Centurio desaparece, igual que los criados ─sustitutos de los ajusticiados─ Tristán y Sosia; así como Alisa, la madre de Melibea. No queda otro remedio si se anhela concentrar el argumento y emplear un elenco breve.
En el Teatro Bellas Artes asistimos a una dramedia, esa mezcla de drama y comedia, donde el espectador contempla la seriedad de un conflicto penoso; aunque regresa a su hogar con el alivio del final feliz. La cuestión es que Eduardo Galán ha descompensado tanto esos dos subgéneros que su obra termina en una inverosimilitud evidente. Y es que no puede faltar en un espectáculo contemporáneo el señalamiento de alguno de esos nuevos tabúes o prejuicios (se afirma por ahí), además de, por supuesto, nuestros temas de moda. A saber, por una parte, la transexualidad en la adolescencia. Y, por otro lado, el edadismo y hasta el clasismo. Ahí es nada.
Creo que este montaje hay que observarlo desde una perspectiva más simbólica que naturalista, que el mérito de Eduardo Galán está en darle más hondura a una novela que puede parecernos demasiado anticuada, algo ingenua y hasta risible, como así ha provocado la gente de campo de antaño por su aparente simpleza al hablar (ese tópico que ha durado tanto en nuestro país y que tiene al garrulo como epítome). Algo de esta comicidad tenía la propuesta que protagonizó Manuel Galiana allá por el 2002, que reponía la que había liderado José Sacristán con anterioridad.
Podemos encontrar todo tipo de excusas razonables para justificar esta versión tan convencionalista y hasta popular que se presenta en el Teatro Fernán Gómez. Y hablo de excusas, porque sabemos de los conocimientos y del buen hacer de Helena Pimenta a lo largo de su carrera. Pero lo que ha hecho Eduardo Galán con su adaptación es un claro ejemplo de cómo se encuentra el equilibrio entre el montaje desbordante y omniabarcador (que no dejara suelto ni un solo fleco) y la propuesta que «guste» a un público menos avezado o paciente entre el que se deben hallar también los bachilleres. ¿Se merecía esto el centenario del fallecimiento de Pardo Bazán? Pues a falta de otras iniciativas públicas, parece que hay que conformarse. Y aunque se insista en que esta es la primera vez que se sube a las tablas una versión de esta novela; tampoco creo que se deba desmerecer el 
