La directora y dramaturga Denise Despeyroux plantea una dramedia autoficcional sobre el exilio en el Teatro Valle-Inclán

Es un poco lastimoso para mí reconocer que Denise Despeyroux ha perdido punch para la comedia. La melancolía se adentra en dirección a un nihilismo desencantado. Las cuitas existenciales de los personajes se enmascaran con aficiones frikis o espurias, que no se sustentan en algo más profundo y sólido que pueda determinar una vida feliz. Mucho de eso ya lo hemos percibido en los últimos espectáculos de la autora. Ya fuera Canción para volver a casa, que se representó en esta misma sala del Valle-Inclán, o Un tercer lugar, estrenada en 2017. Cuando se tiende al humor más desenfrenado, los espectadores ganamos, como así ocurría con La omisión del si bemol 3 o Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales. Sigue leyendo
Denise Despeyroux lleva muchos años escribiendo obras teatrales caracterizadas en su mayoría por la inclusión de la extrañeza humorística a través de las seudociencias, el esoterismo y el misterio. Siempre ha tomado con distancia estas prácticas, aportando un sentido satírico; aunque uno ya tiende a pensar que alguna confianza debe tener en ellas. Sin ir más lejos, hace pocos meses presentó
¿Son los padres y las madres, y viceversa, y sin vice y sin versa, solos y solas, o acompañados, o agrupados o policonvexos y et alii del siglo XXI más gilipollas que los de cualquier otra época? La respuesta tajante y rotunda es que sí. Alcanzar el medio virtuoso aristotélico parece una tarea imposible. Atrincherarte con el sentido común frente a los embates del gran mercado de la estupidez es una batalla perdida. Por supuesto, estoy hablando de los patéticos aspirantes a burgueses. Los de más arriba (y más todavía) se pueden permitir la estulticia, pues su margen de error es tan amplio como amplias sus posibilidades de corrección. 



