Imanol Arias y María Barranco protagonizan esta comedia burguesa sobre la libertad de expresión escrita por la francesa Salomé Lelouch

El moralismo burgués de los franceses viene de lejos. Por lo menos, desde la Ilustración, cuando sus philosophes pretendieron desde la exquisitez de sus salones aleccionarnos sobre el bien y el mal. Desde aquellas, ese género teatral de corte neoclásico nos ha pretendido educar sobre esto y aquello sin enfangarse en absoluto. Me viene a la cabeza alguna de estas bagatelas procedentes del país vecino como Serlo o no, de Jean-Claude Grumberg que nos trajo el afrancesado Flotats. Es el marchamo de aquella cultura, con su humor infantil y con la manera tan higiénica de ponerse estupendo. Sigue leyendo
Tomemos como una ironía del destino que justo falleciera Athol Fugard hace un mes. Su obra, Camino a La Meca, que tuvo su propia versión cinematográfica en 1991, con Kathy Bates como protagonista, fue estrenada en Londres en 1985. Ahora llega al Teatro Bellas Artes para que Lola Herrera se encarne en la escultora sudafricana Helen Martins, una de esas «locas» del trash art, quien vivía en New Bethesda, en el desierto de Karoo, muy cerca de donde el propio dramaturgo había comprado una casa. Sin embargo, a pesar de observarla con frecuencia, nunca se conocieron personalmente.
El mundo se ha vuelto tan complejo que bosquejar al proletariado como si nos avanzaran un futuro encadenante desde un pasado orwelliano resulta insuficiente. Quiero decir que estos riders, estos mensajeros que exprimen la energía joven de sus piernas, como Sísifos en ese engranaje kafkiano e inasible, son ellos mismos consumidores en su microclase, no son unos vagabundos ajenos a las dinámicas simbólicas, son esclavos que portan logotipos, fetiches de cartón piedra en el cosmos low cost, donde quien más y quien menos se da un capricho para resignificarse de alguna forma frente a los demás o contra el espejo donde nos reflejamos.
Uno puede asistir al montaje de Rabia con la magnífica novela de Sergio Bizzio leída o, sencillamente, puede sentarse en su butaca para dejarse sorprender por una historia, monologada, que oculta toda una serie de referencias existencialistas; más aviesas de lo que parece. Puesto que el hecho de que un tipo se esconda en la mansión donde su novia ejerce de sirvienta es, cuando menos, seductor. Hablamos de quedarse años en una buhardilla, en una población argentina. Un hombre que ha matado al capataz de la obra en la que trabajaba; pero que, una vez se ha aposentado en ese nuevo hogar, ha empezado a sentir la paradoja de la seguridad y hasta de la libertad; aunque en el fondo, esté huido de la justicia, y, a la postre, enclaustrado y sin ningún lugar mejor al que acudir.
Claudio Tolcachir ya había degustado el éxito con La omisión de la familia Coleman, la cual dispuso un estilo que, en gran medida, ironizaba a Chejov, y que, a la postre, favorecía la creación de Tercer cuerpo (y luego 

Posiblemente a Michael Frayn le interesó enfocar el dilema ético sobre los avances científicos a través de Heissenberg y su Teoría de la incertidumbre; porque esta le venía excelentemente como metáfora para encarar un asunto que hoy posee gigantescas reverberaciones; tantas, que algunos transhumanistas ya le ponen fecha de extinción a nuestra especie para alumbrar la siguiente. Ahí es nada. Lo cierto es que Hiroshima y Nagasaki fueron «fechorías» pergeñadas por los estadounidenses y que las investigaciones de Oppenheimer y el proyecto Manhattan resultaron expeditivas. Pero, Copenhague, estrenada en 1998 ―también contamos con una versión cinematográfica realizada para la televisión en 2002― pretende habilitar un discurso filosófico sobre las decisiones trascendentales del científico que, como humano, discurre más allá del laboratorio y que es consciente de que el paradigma puede cambiar radicalmente. Seguramente si es conveniente volver a esta obra es porque es necesario recordar que en la próxima ocasión el daño será realmente irreversible. Es más, podemos llegar a pensar que aquel fatídico final de la Segunda Guerra Mundial fue el ejemplo que la humanidad requería contemplar para cuidarse de la hecatombe que nos autodestruya definitivamente. El caso es que Claudio Tolcachir ha recogido el testigo, y sin realizar una apuesta arriesgada ―desde luego, todo es muy comedido―, ha fraguado un montaje que técnicamente no tiene tacha, que resulta satisfactorio, adecuado y tan conciso como le permite el texto. 