Drama agridulce sobre los avatares de dos travestis en una farmacia cochambrosa

El conjunto ocupa la escena con una soltura soberbia y, aunque algunos personajes no están lo suficientemente trazados, el ritmo de altibajos que imprimen nos llama la atención, a pesar de la insustancialidad que se va apoderando del montaje (las cartas se echan sobre la mesa y ahí permanecen). Comanda la situación Federico Liss, fantástico en su huida hacia delante, adaptándose con astucia a cada uno de los pequeños quiebros del texto, tan asqueroso con las chicas como patético en la búsqueda de cariño; tan distinto a su hermano, que David Rubenstein carga con esa desdicha del futuro divorciado, todo un tipo con aire de perdedor, que ha gastado media vida en sacarse la carrera de bioquímica con la seguridad de heredar el negocio familiar. Por allí, Darío Guersenzvaig, un visitador médico, que el actor toma con la sobriedad casi imposible de alguien que pretende no inmiscuirse completamente y, a la vez, sacar rédito. Finalmente, los dos travestis, Patricio Aramburu y Marcelo Ferrari, buscan redondear y cincelar, dentro de lo posible, el estereotipo; ese vaivén de amargura alegre, de tirar como se pueda, aunque te partan los morros o te soben sin compasión. Creo que no es suficiente con lanzar a estos personajes a experienciar una situación para ellos cotidiana como esta. Vivimos en ciudades y la realidad que se nos plantea no nos resulta ajena; al contrario, cada vez la vislumbramos más en algunas calles, en algunos programas de televisión empeñados en aproximarse a los «apestados»; por eso parece necesario ahondar más en sus peculiaridades, en su biografía, en lo que se esconde debajo de la máscara, porque si no, apenas alcanza a comprometernos. Aquí, Sergio Boris apunta más de lo que expresa, y eso para forjar una atmósfera es una virtud, pero se requiere un desarrollo que nos lleve hacia territorios en los que se pueda cuestionar la problemática. Todo ello no quita para que el dramaturgo haya sabido tejer unos diálogos y, esencialmente, encajar unos posos de silencio, con verdadera maestría, logrando adensar un ambiente, con la escenografía naturalista de Gabriela A. Fernández y la iluminación propicia de Matías Sendón, que se debate entre la ruina y el nihilismo. Sigue leyendo



