Del fandom al troleo

Berta Prieto satiriza la vida de las generaciones más jóvenes para discurrir sobre el malestar en esta sociedad de hiperproducción

Foto de Celina Martins

Que al principio aparezca un clip con Simone Biles demostrando uno de sus ejercicios más rácanos en una competición nos sitúa ante la tesitura que podemos hallar en tantos deportistas, bailarinas de ballet y otros tantos artistas aupados a unos instrumentos en horas eternas. Generación de las extraescolares se denominan aquí. Todo ello en esta época ha tenido el plus consabido de las redes sociales. El talento hoy es una impostura, una pantomima, un mantra ridículo («Todos nacemos con algún talento» ─léase con tonito, por favor─, afirman coaches con el micrófono entre los dientes). Lo que cuenta es la fama, el fetiche en el que se convierte a algunos seres por su cara bonita (también por la pasta de sus papis detrás) o por estar en el momento adecuado en el lugar justo para que su frikismo explote en las masas de adolescentes y prepúberes. Todo más. El esfuerzo y la inteligencia no son fundamentales obtener el beneplácito de la plebe.

La protagonista de toda esta sátira es una tal Paula Miró. En el primer acto se establecen dos perspectivas paralelas, dos tiempos que van pandeando. La típica historia de una aspirante a bailarina (Roser Dresaire tiene la oportunidad de ofrecer frescura a su movimiento por las tablas), sometida por una madre de esas que parecen rusas, y que controla a su hija hasta la extenuación. En el futuro, ella ha optado por convertirse en escritora, una especie de Almudena Cid, pero transformada en algo radical y estrafalario, un esperpento activista y autodestructivo. Tumbada en la cama, con la cabeza a punto de explotar, ya que sus altas capacidades mantienen su cerebro en el sobrepensamiento, descubre que el ejemplo de otra vida posible lo tiene en su propia compañera de piso, Clara, que es manifiestamente tonta, es interpretada por Laura Roi, quien aprovecha su actuación para perfilar el cliché. Solo se preocupa de estar mona y de procurar no enterarse de nada. Tema de mucha importancia este que hoy se identifica con la debilidad y con el victimismo que, en definitiva, son dos maneras de acogerse a la inmadurez. Tópico que viene de lejos, desde el Cándido, de Voltaire, al célebre ensayo de Erasmo de Rotterdam o a Bouvard y Pécuchet, de Dickens, que Darío Facal adaptó en Elogio de la estupidez.

La primera parte se atraganta un poco y decepciona. Cobrará más sentido cuando nos enfrentemos al resto; porque tener que asimilar tanta cancioncita trapera y tanta insistencia en la exageración de los estereotipos me hace pensar en la provocación de siempre. Uno debe asumir que más allá de moderneces propias de esta generación joven ahíta de movidas digitales, se percibe la influencia de gente que ha expresado su potencia escénica como Nao Albet o Marcel Borràs, quienes habían sondeado la crítica al arte contemporáneo y a la popularidad en Falsestuff. La muerte de las musas. Igualmente ocurre con la irreverencia de José y sus Hermanas (fijémonos en Concurso de malos talentos).

En términos generales, se nota un caos que requeriría algo de cohesión y unos recortes adecuados (¿para qué anunciarnos en un vídeo de los ensayos cuáles son las ensoñaciones artísticas de cada una que luego materializarán?), pues el contenido no da para tanta duración. El epílogo, que funciona como un sketch muy divertido, perfectamente podría anularse, pues no es imprescindible para el argumento. En él, la cómica Judit Martín, a quien hace poco observamos en Risa Caníbal, se enviste en una predicadora que logra por técnicas taumatúrgicas posmodernas que cualquier mequetrefe se convierta en artista después de entregarnos alguna mierda. Destaca el advenimiento de «Geno-vevaaa» (solo la manera que tiene de pronunciarlo ya es descacharrante). Un desfase fenomenal, con una payasa desbordante, que nos llega ya un poco tarde.

Puesto que antes hemos descubierto que lo acontecido al inicio era una película grabada por la cineasta Ximena White, que nos deja a una Irene Moray (ganadora del Goya al Mejor Cortometraje de Ficción por Zumo de sandía en 2020) en su lucha por la carrera sólida; aunque cayendo inevitablemente en el mainstream para narrar las peripecias de la susodicha ciberactivista P.Miró. Esta última nos explica todo un avatar bizantino con novio coreano ganador del premio Nobel de Literatura y que termina por ponerle los cuernos con una kpoper. Su vástago, Lily, una performer, plasmará una de las escenas cumbre con Belén Barenys tan despelotada y tan despatarrada que sus mommy issues (conflictos maternofiliales anquilosados), cumplirán con un exorcismo grotesco y descarnado. No se puede obviar que la actriz tiene unas ínfulas estratosféricas y que se come la función en distintos momentos. De hecho, cuando hace de la protagonista en un verborreico monólogo en inglés sobre su peripecia amorosa, asumiremos que su intervención es genuina.

Muy particular y pertinente me pareció, por otro lado, la escena de esa secta de cínicos, marginales, adoradores de la nulidad, de la inacción y de la estulticia con pertinaz intención nos retrotrae a capítulos memorables de South Park, donde hallamos a nuestros personajes. Acogotados por el bótox intracerebral, uno entiende que ahí se encierra todo un relato que merecería explotarse. No es el caso, porque se dispara hacia demasiados lados. Demasiado texto que puede ser inasible para un público que no esté al tanto de los neologismos de esos jovencérrimos Z henchidos de FOMO.

El feísmo, el collage, el arte povera, la voz engolada a lo Rosalía, la demora en algunas transiciones o la ocupación de instantes muertos con conversaciones corrientes sobre la política catalana hacen que la estructura se quiebre en el engrudo. Berta Prieto se sube a la ola del desparpajo; pero para que el espectáculo nos acoja en su cadencia se requiere otra factura, otra producción, otra finura que no nos agote con tanto desparrame.

Del fandom al troleo

Una sátira del bla, bla, bla

Texto y dirección: Berta Prieto

Reparto: Belén Barenys, Roser Dresaire, Judit Martín, Irene Moray y Laura Roig

Escenografía: Paula González

Iluminación: Gabriela Bianchi

Sonido: Núria Barrientos e Iker Rañé

Vestuario: Chloe Campbell

Música original: Belén Barenys

Producción musical: Núria Barrientos

Vídeo: Victor Diago

Caracterización: Sandra Tosca

Asesoría de movimiento: Alba Sáez

Fotografía: Celina Martins y Eduard Sales

Ayudante de dirección: Lola Rosales

Agradecimientos: Gimaguas

Producción: Sala Beckett

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 14 de diciembre de 2025

Calificación: ♦♦♦

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