Los amores feroces

Jorge Volpi ha ideado un espectáculo timorato para desarrollar las vivencias y las ideas eróticas de Octavio Paz

¿Cuál es el enfoque de este espectáculo? ¿Qué se pretende? ¿A quién se dirige? Si el retratado es Octavio Paz, tendremos que reconocer, como ocurre con tantas, tantísimas figuras literarias ─esto mismo expresaba la temporada anterior sobre El sillón K─, que apenas son conocidas muy levemente. Desde luego, el insigne escritor mexicano posee más impronta que Carmen Conde; pero hay que aceptar permanentemente que muy pocos autores se pueden biografiar en escena con la complicidad intelectual del público. ¿Quién ha estudiado en España a este literato? Esa es la realidad de nuestra Hispanidad.

Jorge Volpi ha pergeñado una propuesta vaporosa, una mezcolanza inasible conceptualmente, una obra, en definitiva, donde no se profundiza, en absoluto, en ninguno de los motivos, ya sean ensayísticos o biográficos. Si partimos del libro La llama doble, leeremos toda una diatriba ─ideada en los años sesenta; aunque transcrita en 1993─ sobre el amor, el erotismo y la sexualidad. Un itinerario filosófico y literario sobre esa tríada que hoy se ha resignificado a marchas forzadas. ¿Cómo se insertan esos apuntes en la dramaturgia? Pues malamente. Porque lo teórico casi no se plasma en la práctica y, de hacerlo, ya que transcurre como un cuadro y a otra cosa. Es decir, lo contrario de lo que se propugna en el ensayo, ya que la seducción requiere todo un lento procedimiento. Así, por ejemplo, se remite a las etapas del amor cortés, a la assai (prueba de amor) y a el joi sin una verdadera exposición. O sea, toda esa epistemología que desentraña en el susodicho ensayo entre Platón, distintas religiones occidentales y orientales más otros vericuetos libertinos, encajan sin tino en esta función. Ni son parte sustancial, ni son aderezo.

Por otro lado, el firmante lo expresa claramente: «El protagonista del acto erótico es el sexo o, más exactamente, los sexos». ¿No es un tanto pacato lo que contemplamos en escena? Hablamos de encuentros, de intimidades, de flirteos, de infidelidades permanentes; a pesar de ello el magreo no entraría en la categoría de petting. Esto no va solo de la conquista a través de la palabra y de la declamación de los poemas que van trufando el proyecto; sino, también, del asalto a los cuerpos. No negaré que, en algunos instantes, se producen gestos de sensualidad en los intervinientes; pero poco me parece para ilustrar los conceptos. Observamos a Isabel Pamo, que no termina de superar su inocencia, cuando esboza a la joven Elena Garro, la novelista y primera esposa de Paz, y, además, madre de Helena. La actriz se muestra con delicadeza y, cuando debe sacar la garra se sostiene en una esfera de platónica bruma. Seguramente, los espectadores más impregnados por los revisionismos de los últimos años echarán en falta una violencia ─de todos los órdenes─ en ese matrimonio. Descubrimos aquí los celos del poeta y el control con el que sometió a su mujer; aunque no se va más allá.

Entiendo que se ha buscado una mayor organicidad, que los actores convivan mucho, se unan, que se retuerzan y, desde luego, eso me parece lo más efusivo en el movimiento. Sin embargo, creo que esto le resta potencia al propio Octavio. Es decir, de alguna manera, necesitaríamos indagar con más ahínco en las pulsiones de este autor, en cómo su vida está motivada por unos pensamientos, por un compromiso político ─puesto en duda por muchos─, por un estatus socioeconómico y, ante todo, por unas emociones que conflagran. En este sentido, Leonardo Ortizgris, como héroe romántico, barbudo ─no tan «barbudo», a la postre─ pone su energía y su acento muy a favor. Él merecería más foco, pues, al menos, podríamos penetrar en un tipo de lo más complejo y escurridizo. Por momentos, admitamos que se consigue transmitir una poética, una pasión. Un devaneo, cuando unos y otros artistas se van intercambiando mujeres y esposos, y entran en una especie de orgiástica seducción bastante aburguesada ─todo sea dicho. Nada nuevo, sucedió por doquier en aquellas décadas de esplendor y de novedad. Para ello, Germán Torres, quien ha jugado más el papel de recitador, inmiscuyéndose en la dinámica del inicio, en esa sustancia fluctuante que ha configurado Rosario Ruiz Rodgers, se encarna en los escritores André Pieyre de Mandiargues y en Bioy Casares. Estos serán otros espectros más en el recorrido, puesto que no hay desarrollo de los caracteres. Otro enlace más en ese reparto de amantes. Su pareja, la pintora, Bona Tibertelli, pasará a manos de Paz. Esta la vivificará Lucía Quintana con el máximo de ardor que alcanza la performance. Son todos ellos personajes que merecerían un reconocimiento mayor. Creo que nos quedamos a medias en todo. Lo mismo ocurre con el tercer episodio, el que aborda María José Tramini.

Apenas chispazos en ese espacio de naturaleza surrealista con guiños a Magritte (Los amantes), un tanto cursi, con esa cuna extraída de algún carrusel que auspicia los escarceos sobre el suelo de lava. Lo firma Ikerne Giménez. Igualmente, el vestuario es suyo. Elegante, burgués, coherente y con un cromatismo que se aproxima al parchís. Visualmente es provocador. Hay que insistir en que la pulsión erótica es pulsión lúdica. No obstante, para nuestra época me sugiere poco atractivo.

Los amores feroces

Textos originales: Octavio Paz

Dramaturgia: Jorge Volpi

Puesta en escena: Rosario Ruiz Rodgers

Reparto: Leonardo Ortizgris, Isabel Pamo, Lucía Quintana y Germán Torres

Escenografía y vestuario: Ikerne Giménez (AAPEE)

Realización de vestuario: Jota Studio y Paloma de Alba

Realización de escenografía: Miguel Ángel Infante (Utilería – Atrezzo), Sfumato pintura escénica, Íñigo Urrestarazu

Iluminación: Alberto Rodríguez Vega (AAIV)

Música y espacio sonoro: Julián Mayorga

Asistente de música y diseño sonoro: Julián Segovia Soriano

Ayudante de dirección: Kateryna Humenyuk

Coordinación de intimidad: Rebeca Medina

Agradecimientos: Mar Navarro

Producción: Teatro de La Abadía

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 12 octubre de 2025

Calificación: ♦♦

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