Viaje hasta el límite

La obra teatral del novelista Luis Martín-Santos, influida por el realismo estadounidense, sube al escenario del Teatro Español

Foto de Javier Naval

Es habitual recalcar de las obras narrativas o dramáticas algo así como que «el menos es más». En cuántas podemos detectar que sobra aquí o allá a causa de las reticencias del autor a desprenderse de algo que le ha costado tanto escribir. Sin embargo, para el caso que nos compete, ocurre totalmente lo contrario. ¿Cuánto le faltaría a Viaje hasta el límite para que los cambios no fueran tan abruptos? Es difícil hacerse una idea, pero pongamos tres cuartos de hora para que las tretas y los tratos se maduren, y para que los amores intempestivos no parezcan éxtasis de adolescentes. Por esto, esencialmente, el texto teatral de Luis Martín-Santos no es buena, ya que, como veremos, los personajes no tienen ocasión de redondearse como se requeriría.

Hace apenas unos días llegaba a las librerías un tomito ─con el prólogo y las notas de Fernando Doménech Rico─ con el teatro completo de este insigne novelista, que tan pronto falleció (39 años) debido a un accidente de tráfico en 1964. Entiendo que se publiquen todo lo que se halle de un autor que nos ha dejado una de las novelas señeras de la década de los sesenta, Tiempo de silencio; pero convengamos en que su pulsión dramática ─de la que muchos no tenían constancia─ no está a la altura de su inteligencia narrativa. Dicho esto, es fácil encontrar la influencia de Eugene O’Neill, de quien sabemos que nuestro escritor atesoraba un volumen con sus obras. Podemos pensar en una pieza como El largo viaje del día hacia la noche, una de las más representadas; aunque Martín-Santos debió conocer montajes de Anna Christie o Antes del desayuno.

El drama burgués, las tensiones familiares y toda la podredumbre moral que se pueda expeler se concentran en un argumento que tiene, ante todo, un débil desarrollo. También se da alguna escena que sucede fuera de nuestros ojos, mientras continúa la acción con otros intervinientes. Así ocurrirá cuando se proceda a las primeras negociaciones que desembocarán en el desastre. El asunto transcurre en los años cincuenta ─la obra está fechada en 1953─, en un chalet sofisticado a las afueras de una ciudad importante (pensemos en Madrid). Carolina González parece haberse inspirado en el brutalismo español de los años 60, como en la Casa Carvajal, pues ha situado una gran estructura, que transmite mucha solidez, en el centro, que sirve de separador y de enorme puerta corredera y giratoria. Eduardo Vasco se ha afanado en ocupar con todo el sentido posible el espacio. No obstante, quizás hubiera convenido destinar este proyecto a una sala más pequeña, tanto por su duración, como por el nulo prestigio dramático del firmante.

Enseguida se nos da cuenta de los diversos conflictos que se solventarán en poco menos de setenta minutos. Ernesto Arias encarna a un hombre rabioso y aquiescente a partes iguales. Este rico financiero de mediana edad llamado Pedro está postrado en una silla de ruedas, y los médicos lo han desahuciado. Casi no tiene alicientes para seguir viviendo y señala su desdén y su ira en cuanto tiene oportunidad. Si en algún momento fue un individuo firme y de éxito, eso ya no se manifiesta en su carácter, únicamente en su fortuna. Al intérprete no le queda más remedio que forzar su ímpetu para marcar sus posiciones de manera irrefrenable. Su hijo de veinticinco años, un joven con pocas luces, un inocentón del que no se puede esperar un mínimo empaque, ruega a su padre que le preste dinero para emprender un negocio de venta de maquinaria. Alberto, al que da vida Luis Espacio con su rostro de ingenuidad, se ha dejado engatusar por un arribista, denominado El Intruso. Agus Ruiz despliega su chulería madrileña para ejecutar sus artes de seducción a todo aquel que se le ponga por delante. A unos para llevarse su capital y a otra, la joven esposa del millonario, para llevársela consigo. Todo transcurre de un modo tan veloz, que las cartas están todas sobre la mesa. Lara Grube llega al hogar ataviada con vestido tremendamente elegante diseñado por Caprile, influido por el new look, de Christian Dior. La seguridad que muestra ante su marido, al que escasamente cuida, se torna venalidad en cuanto aparece ese don Juan que está dispuesto a la estafa. En un drama escrito con mayor conocimiento del género se insertarían escenas que fueran macerando las ínfulas y los deseos ocultos. Tampoco ofrece ningún tipo de requiebro la sirvienta, María, que Eva Trancón dibuja con los elementos propios del estereotipo.

Lo único interesante de esta función en cuanto al relato que se describe es la reacción de Pedro, cuando acude al banco a recoger los billetes contantes y sonantes procedente de todas sus acciones para entregárselos a ese tipejo. Que realmente esté al tanto de todo y tome esa determinación aún nos da una posibilidad de hallar un camino más intrigante; sin embargo, el espectador descubrirá pronto un desenlace complaciente y pragmático.

Si la factura general posee su atractivo, resulta algo confusa la participación del pianista Iván López-Ortega, quien pulula por el tapiz para contribuir al cambio del atrezo. Lo que no tiene sentido, por ejemplo, es que, en algún instante, su música al piano se entremezcle con las canciones del tocadiscos.

En definitiva, un espectáculo sin demasiado fundamento, que el elenco saca adelante con mucho oficio. Poco más se puede sacar en claro.

Viaje hasta el límite

Autor: Luis Martín-Santos

Versión y dirección: Eduardo Vasco

Reparto: Ernesto Arias, Lara Grube, Agus Ruiz, Eva Trancón y Luis Espacio

Pianista: Iván López-Ortega

Escenografía: Carolina González

Vestuario: Lorenzo Caprile

Iluminación: Miguel Ángel Camacho

Música y ambiente sonoro: Eduardo Vasco

Ayudante de dirección: Laura Garmo

Una producción del Teatro Español en coproducción con GG Producción Escénica

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 8 de junio de 2025

Calificación: ♦♦

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