Lacrima

El Teatro María Guerrero acoge el extraordinario montaje de Caroline Guiela Nguyen, una crítica al capitalismo global a partir de la alta costura

Foto de Jean Louis Fernandez

Recibimos de nuevo a Caroline Guiela Nguyen en el CDN tras su paso con Saigon y reconocemos muchos de sus valores estéticos. Otra vez una producción absolutamente sobresaliente, donde se imbrican una serie de técnicas audiovisuales manifestadas con gran elegancia y con mucha meticulosidad. Estamos acostumbrados en los últimos tiempos a una introducción de cámaras, de vídeos y de tecnologías en la escena que, si bien sorprenden, también, en demasiados casos, resultan molestas. Aquí no ocurre así y por eso el discurrir de la función es tan placentero. No hay más que ver cómo se utiliza la pantalla central. El dispositivo se emplea con gran inteligencia, pues no solo sirve para incluir los subtítulos (el idioma predominante es el francés, además de lengua de signos, inglés y tamil), sino para ofrecernos toda una colección de imágenes que no solo sirven para duplicar lo acontecido delante de nosotros, sino para mostrarnos, por ejemplo, documentos sobre vestidos, muestras de tejidos o videollamadas ejecutadas con claridad. Desde luego, la escenografía de Alice Duchange puede parecer caótica y laberíntica; pero ciertamente cada recoveco multiplica las dimensiones y nos permite contemplar los diseños de Benjamin Moreau, mientras se pergeñan a partir de la toile, y el movimiento de un elenco que no para de concitar nuestra atención.

Nos encontramos en un taller de alta costura en París, la jefa es Marion, que es interpretada con gran suficiencia por Maud Le Grevellec, quien aporta una mezcolanza muy verosímil de obsesión tremenda por su tarea, entusiasmo y nerviosismo; aunque también una fragilidad que configura un rol complejo, hasta el punto de la verdadera desesperación que enmarca (epílogo en prolepsis). A ella le encargarán la enorme responsabilidad de realizar el vestido para la boda de la princesa de Inglaterra (es una ficción), que ocurrirá este año en junio. El grado de sofisticación al que se ansía llegar en el diseño inserta en el argumento una aviesa combinación de artesanía y de fetichismo de la mercancía contemporánea, que nos lleva a una situación realmente estrafalaria. Solo podemos preguntarnos: ¿para qué tantísima minuciosidad? La historia universal del lujo nos puede dar la respuesta. ¿Cómo ser significativo hoy si la tecnología es capaz de superar con mucho la ejecución de la mano humana en la materialización de todo tipo de objetos? Solo nos queda el romanticismo de lo «auténtico» y el suvenir del engaño (volvemos sobre Walter Benjamin). Resulta, en esto, gracioso cómo una de las propuestas para el velo esté realizada con plastiquitos machados de CD y que sea muy aparente. Todo lo transcurrido es muy coherente con nuestra actual fascinación con la originalidad. Por eso, dentro del planteamiento de esta dramaturga, me ha parecido de soberana importancia que se signifique, de manera taylorista, las horas de trabajo, las distintas etapas de elaboración, las lesiones, enfermedades e incapacitaciones que sufren los operarios. Cuando tanto se «adora» a ciertos artesanos hoy frente a las feas máquinas que producen copias sin freno, saber qué les sucede a esas personas, que dejan su cuerpo y, literalmente su vida, por un objeto que cosifica a sus manipuladores, es un motivo para la reflexión profunda. En este sentido, es fascinante escuchar crónica de las bordadoras de Alençon en un programa de radio. Ya solo la biografía de esas mujeres daría para una obra en sí misma, que aquí se reduce a una síntesis, demasiado teórica, pues no llegamos a observar demasiado cómo trabajan. Antaño perdían la vista con treinta y cinco años y se quedaban sin respirar en esa concentración de silencio exigido para engarzar el hilo minúsculo. Quizás, las subtramas de estos personajes se zanjan con demasiada prontitud. No sé hasta qué punto merece la pena esbozar el relato particular de estas encajeras si no van a tener más recorrido. Por ejemplo, se entiende que la más joven nos hable de su madre sorda, quien se dedicaba a hilar; puesto que nos da un detalle interesante de la transmisión de un oficio altamente secreto. Sin embargo, es un tanto enrevesado que otra nos conecte con su nieta en Australia, quien padece una extraña enfermedad. Parece que ahí se quiera remarcar más cómo estas mujeres se centran tanto en sus obligaciones que se olvidan de todo lo demás.

Por otra parte, en el tercer ambiente, nos trasladamos a Mumbai, donde se encuentra el director de uno de esos talleres que recogen toda la tradición india de bordadores. El propio actor, Vasanth Selvam, encarna, además, al diseñador de moda de la casa Beliana (un Matthieu Blazy, de turno), y responsable último de todo el proyecto al que acudimos, encajándose un tanto al estereotipo de creador ambicioso. En cualquier caso, resulta más estimulante cuando adopta el rictus del negociante pragmático allá en el país oriental, mientras un abogado se quiere asegurar muy estrictamente de que se cumplen los derechos laborales de sus trabajadores ─hay que ponerse más en la salvaguarda del prestigio de una princesa inglesa, que en el respeto de esos currantes─. Kafkiano, a la postre. Él representa el conocimiento técnico y preciso necesario para emular un velo repleto de piedras preciosas, que termina desbordándose por la ambición desmedida, por las ínfulas insensatas del protocolo británico. Es fantástico el contraste. Aunque, entre tanta cámara oculta en escena, hubiera sido deseable alguna visión cenital del bordado en el desenlace del espectáculo. Charles Vinoth Irudhayaraj hace de Abdul Gani, el afanado bordador, expertísimo, que se empleará a fondo para entregar sus manos y sus ojos para cumplir con los plazos encomendados. También tendrá él su propia narración simplemente esbozado, donde se expone la misma tesitura: no ocuparse de los suyos. De todas formas, el secretismo que se debe llevar de cada uno de los elementos y fases nos puede recordar al célebre vestido que realizó Balenciaga (y que confeccionó Felisa Irigoyen) para la futura reina Fabiola de Bélgica.

El principal déficit de esta obra, según mi opinión, lo hallamos en sus tramas narrativas. Es decir, se delinean varios relatos ─demasiados─, sin embargo, no se permite a sus protagonistas profundizar en ellos. Contamos con 3 horazas de función; pero la historia fundamental, la de Marion, se queda un tanto coja, pues se acomete con unas elipsis excesivas. Ya sea porque la relación con su marido, acogido por Dan Artus, con un patetismo violento que nos subyuga, quien ocupa una labor de asistente dentro del taller, se plantea in medias res, y nos faltan datos para descubrir sus pulsiones agresivas. No sería justo caer en un par de tópicos sobre la hombría devaluada dentro de la empresa o su papel como progenitor que debe rellenar los huecos educativos que deja la madre en un hogar sometido por los horarios de esta. De hecho, contemplamos a la hija, encarnada por Anaele Jan Kerguistel con el plus imperante de la ansiedad, sufriendo los efectos de un modo de vida; no obstante, hubiera sido preferible, desde la perspectiva dramatúrgica, que las vivencias de esa familia (la madre-suegra forma parte del equipo del atelier) hubieran tenido más sustancia. Ahora, esta carencia es compensada por la grandiosa atmósfera (global) que se nos manifiesta sobre el escenario.

La propuesta es verdaderamente atractiva y el ritmo impuesto por la directora en los primeros capítulos es sofocante, gracias a la música de Jean-Baptiste Cognet, Teddy Gauliat-Pitois y Antoine Richard. El drum and bass (halftime) y el trip-hop se aúnan para configurar un latido y una respiración necesaria. En otros momentos, los violines y el piano redundarán en una melancolía que acapara el engranaje. Todo ello para que una princesita se haga posar el susodicho velo durante veintisiete minutos.

Me acompañó mi predilecta consejera sobre asuntos de diseño de moda y obsesiones diversas. Le maravilló el montaje y lo disfrutó. Valga su veredicto.

Lacrima

Texto y dirección: Caroline Guiela Nguyen

Reparto: Dan Artus, Dinah Bellity, Natasha Cashman, Michele Goddet y Liliane Lipau (en alternancia), Charles Vinoth Irudhayaraj, Anaele Jan Kerguistel, Maud Le Grevellec, Nanii, Rajarajeswari Parisot y Charles Vinoth Irudhayaraj, Anaele Jan Kerguistel, Maud Le Grevellec, Nanii, Rajarajeswari Parisot

En vídeo: Nadia Bourgeois, Charles Schera y Fleur Sulmont

Voz en off: Louise Marcia Blévins, Béatrice Dedieu, David Geselson, Maya S. Krishnan y Jessica Savage-Hanford

Colaboradora artística: Paola Secret

Escenografía: Alice Duchange

Iluminación: Mathilde Chamoux y Jérémie Papin

Vestuario: Benjamin Moreau

Música original: Jean-Baptiste Cognet, Teddy Gauliat-Pitois y Antoine Richard

Sonido: Antoine Richard, en colaboración con Thibaut Farineau

Vídeo: Jérémie Scheidler

Diseño de movimiento: Marina Masquelier

Caracterización: Émilie Vuez

Casting: Lola Diane

Diseño de cartel: Emilio Lorente

Fotografía: Jean Louis Fernandez

Tráiler: Julien Bechara

Producción: Centro Dramático Nacional; Théâtre National de Strasbourg; Festival TransAmériques de Montreal; Comédie de Reims, Centre dramatique national; Points communs, Nouvelle scène nationale de Cergy-Pontoise et du Val d´Oise; Les Théâtres de la Ville de Luxembourg; Piccolo Teatro di Milano-Teatro d’Europa de Italia; Wiener Festwochen-Freie Republik Wien de Austria; Théâtre National de Bretagne de Rennes; Festival d’Avignon y Les Hommes Approximatifs.

Teatro María Guerrero (Madrid)

Hasta el 30 de marzo de 2025

Calificación: ♦♦♦♦♦

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