El traje

El dramaturgo Juan Cavestany devuelve a las tablas esta comedia donde se dirimen las miserias particulares de dos tipos insignificantes

El traje - FotoLa visión humorística de Juan Cavestany me parece fascinante, maravillosa, todo un dechado de ingenio y de inteligencia, que recoge la tradición hispana en su veta absurdista para destinarnos a la estupefacción kafkiana. Dicho esto, creo que sus creaciones cómicas más logradas son Gente en sitios (una rareza cinematográfica imperdible) y Vota Juan, serie en la que aplica el estilete en el mundo político de manera berlanguiana. Luego, en Vergüenza, su serie más extrema, nos destina a una suerte de sufrimiento delicioso. Precisamente en esta aparecen Javier Gutiérrez y Malena Alterio. Esta última está protagonizando Los amigos de ellos dos en el Matadero (también con Mónica Regueiro de productora y con algún vaso comunicante a tener en cuenta, más allá de los setenta minutos de duración). Creo que El traje, obra a la que vuelve después de doce años, no es su proyecto más logrado. La cuestión es que el dramaturgo se maneja con excelencia en la pieza corta, en la escena redonda, en el sketch o en el episodio que no va más allá de los cincuenta minutos. En esta función la peripecia se desgasta enseguida, y se pretende alargar de una manera un tanto artificial, sin que se abran vericuetos más atrayentes.

Nos situamos en un despacho, donde los seguratas de un gran almacén (es fácil pensar en El Corte Inglés), realizan su labor de observación y de cacheo. Monica Boromello ha dispuesto un habitáculo oscurísimo (la iluminación de Eduardo Vizete resulta providencial), con un par de puertas, una de ellas tamaño mini, un tanto irónica; y una pantalla donde se reflejan las grabaciones de unas cámaras de seguridad, que nos ayudarán a resolver el entuerto. El asunto es que allí se van a ver las caras el nombrado Javier Gutiérrez, un hombre de negocios sin demasiada aura de éxito, y Luis Bermejo, quien se encarna en un vigilante con claros de tics de insolvencia mental. A este segundo parece que le va, inicialmente, la vida en la resolución de caso; como si su profesionalidad estuviera fuera de toda duda. Por su parte, el otro se muestra confiado, mientras sujeta el periódico y una carpeta. En aquel día de rebajas se han producido una serie de agolpamientos y este cliente, quien iba directo a tomar un traje, se ha topado con una señora en una tesitura similar. Esta, por lo visto, se encuentra en una habitación aledaña. No sabemos en qué estado. El montaje vibra en las primeras andanadas, aunque se demore el comienzo. Los diálogos son rapidísimos y los actores se desenvuelven con una agilidad vocal extraordinaria, redondeando su rol, a la vez que enmascaran sus medias verdades. ¿Dónde estaba el vigilante en ese momento? ¿En qué medida aplicó violencia el otro? ¿Es cierto que insultó a esa mujer y que la golpeó?

Realmente algunos detalles nos permiten inquirir más en estos individuos; no obstante, la indagación sicológica que podemos emprender tampoco es demasiada. Cuando escuchamos, por ejemplo, hablar al detenido por teléfono con su mujer, descubrimos a un señor que está perdiendo el control de su hogar; porque su hijo adolescente se larga de casa cuando quiere, sin decir nada. O, por su parte, el «carcelero» sui géneris, demostrando su nerviosismo cuando escucha palabrota e improperios, puesto que su moral está ahormada por la Iglesia de los Últimos días. Estas dos derivas de cada uno quedan en un esbozo descriptivo que merecería un impulso superior que no acontece. Ya que al fin y al cabo estamos antes unas criaturas demediadas, adocenadas e inmersas en un engranaje de autocontrol, donde las leyes y las normas se han asumido con una exigencia propia de unos alienados.

El humor seco surge de la propia situación. De la imposición física en ese cuarto. De la absurdez que supone continuar con esa disputa en apariencia insignificante y del giro sorpresivo que hallamos en el desenlace; pero los elementos de choque pierden empuje según transcurre el espectáculo y nos metemos en una trama que se alarga más de lo necesario, pues parece que se exige una conclusión antes. O una serie de giros que exijan algo más de estos personajes.

Me quedo, desde luego, con esa extrañeza, muy propia de los embrollos actuales, donde parece que no compartimos verdaderamente una lengua o un lenguaje afín, pues el empeño por forzar discusiones cargadas de falacias es imparable. Y, por otra parte, esa vertiginosa electricidad de dos extraordinarios actores manteniendo el pulso con grandísimo ímpetu para representar a un par de tipos patéticos que son capaces de perder una mañana por un maldito traje con descuento. Pura ingeniera social. Ahora, el argumento no da para más.

El traje

Texto y dirección: Juan Cavestany

Reparto: Luis Bermejo y Javier Gutiérrez

Ayudante de dirección: Nacho Redondo y Marlene Michaelis

Diseño de escenografía y vestuario: Monica Boromello

Espacio sonoro: Nick Powell

Diseño de iluminación: Eduardo Vizuete

Fotografía e imagen: Sergio Parra | Eva Ramón

Diseño gráfico de la compañía: Rubén Salgueiros

Producción y administración: Andrea Quevedo

Dirección de producción: Ana Guarnizo

Producción ejecutiva: Mónica Regueiro | Carles Roca

Producción: Producciones Off, Vania y Carallada

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 7 de julio de 2024

Calificación: ♦♦

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