Lucía Carballal autoficcionaliza su relación con su padre al hilo de El castillo de Lindabridis, de Calderón de la Barca

Ocurre mucho en nuestro mundo, donde tanto se ha perdido el pudor y se liberan intimidades como si nos hubiéramos olvidado de que al otro lado hay alguien que ve y que escucha. Contemplo La fortaleza como si Lucía Carballal hubiera escrito esta obra para una única espectadora: ella. Así pasa con la autoficción. El abuso de este procedimiento es sencillamente insoportable. Comprendo que una parte del público aún no esté saturado y esto le parezca modernísimo y alentador; pero, convengamos, que la mayoría de las vidas no merecen saltar a un escenario. He ahí uno de los fundamentos de la invención. Y es que, quizás, la dramaturga sí que tiene en su haber una buena historia; aunque solo podremos intuirlo, ya que ella se debe a los mecanismos literarios que la deben llevar por otros derroteros. ¿Y cuáles son estos? Pues aunarse, como no podía ser de otra manera en este encargo, con la metaliteratura. Y es que este montaje viene a cuenta de El castillo de Lindabridis, de Calderón de la Barca, que ahora se representa en la sala principal de ese Teatro de la Comedia. A nuestra autora le ha apetecido tomarse la licencia de asumir como tema la «ausencia del padre». Pues vale. Entiendo que se lo han puesto muy difícil; no obstante, yo pienso que hubiera presentado esta misma función con cualquier excusa.
Nos situamos en un museo de arte contemporáneo. Pablo Chaves ha ideado una pieza voladora (como el castillo de la susodicha comedia áurea) configurada por telas paralelas y en sentido decreciente con forma de arco de medio punto. Abajo, un rectángulo de escombros. Levemente sugerente. Sin más. Pensemos en el progenitor que hace «castillos» y la fortaleza en sus varias acepciones. Hace aparición Eva Rufo, que hace de Eva Rufo. Se nos detalla su biografía para que seamos conscientes de que perteneció a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, es decir, nuestras figuras teatrales hacen lo mismo que en el CDN: vivir en su micromundo teatral. La presencia de la actriz me recuerda que ella también quiso sobreponerse a Hellen Keller, cuando la emprendió autoficcionalmente en su propia creación, en aquello titulado Cada átomo de mi cuerpo es un vibroscopio. A partir de ahí, monólogo. Humorístico. Cargado de una ironía sagaz; pero en ese rollo de stand up comedy, para que los teatristas que poblamos las butacas nos entendamos y nos riamos un poco (no sé yo si los que no sean tan teatristas se cachondearán igual con asuntos que ni les van ni les vienen). Luego, parece que se aproxima a un atisbo de personaje, un híbrido de ella con la autora: «A mí por ejemplo me han pedido que hable aquí de mi padre. ¿Por qué de mi padre? Porque mi padre murió como el padre de Lindabridis y se ha pensado que ese paralelo entre Lindabridis y yo, pues va a acercaros a Calderón, que si no nada. Yo en vuestro lugar me ofendería». Hay que ofenderse, claro. Desde ese momento: hiperrealidad de la escritora. A sus veintiún años muere su papá. Un arquitecto (y pintor) de renombre, que realizó sus importantes proyectos en Murcia. Jesús Carballal, verdaderamente, dejó su impronta en soberbias construcciones como la estación de autobuses de Cartagena, edificada sobre la antigua Fábrica del Gas. Uno se queda con las ganas de conocer más sobre este artista, que decidió separarse de su familia, cuando su mujer y sus hijos regresaron a Madrid. Él avanzando en su vida bohemia mientras cosechaba éxitos. Ella de crianza en Tetuán con un sueldo justito cambiando dólares por pesetas.
El segundo acto es para Mamen Camacho, por aquello, pienso, de hacer saga, ya que ella continuó el camino de la anterior en el CNTC. Sinceramente, no sé a qué viene esta confluencia. La cuestión es que ella sigue con esa hibridación de su propia experiencia y el relato biográfico de la dramaturga. También hallamos mucha más ironía, y eso permite que el espectáculo resulte más llevadero. Aunque las parrafadas se ajusten a una semblanza costumbrista con una elaboración dramatúrgica y ficcional un tanto plana.
Y finaliza el tercer acto la sucesora, Natalia Huarte, protagonista de la anterior obra de Carballal, Los pálidos. La metateatralidad se convierte en metalenguaje teatral y en personificación vehemente de lo que supone el entrenamiento de una actriz en el clásico. Expone técnicas de dicción. No sé para qué; pero está gracioso. Ristra de anécdotas padre e hija que, de algún modo, alientan lo entrañable. Fin.
Buen hacer, desde luego, de las actrices. Siempre es así con ellas. La fortaleza vuelve a ser de esas obras que se recrean con el marco y se olvidan de la pintura, del dibujo, del argumento. Toda ella parece un esbozo, una intentona a ver qué sale. Todo podría haberse realizado por una sola intérprete y haber sido menos reiterativo, y haberse rellenado muchísimo menos con eso que no tiene nada que ver con eso del padre ausente. Esto es lo que hay. Y es bien poco para el talento de nuestra dramaturga.
Dirección y versión: Lucía Carballal
Reparto: Mamen Camacho, Natalia Huarte y Eva Rufo
Escenografía y vestuario: Pablo Chaves Maza (AAPEE)
Iluminación: Pilar Valdelvira (AAI)
Sonido: Benigno Moreno
Videoescena: Elvira Ruiz Zurita
Ayudante de dirección: Aitana Sar
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico
Teatro de la Comedia (Madrid)
Hasta el 3 de marzo de 2024
Calificación: ♦
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