María Goiricelaya recoge el célebre caso para elaborar una pieza de teatro-documento con exceso de explicaciones
La banda terrorista ETA, hasta el fin de la «lucha armada» en 2011, asesinó a 829 personas (19 durante el franquismo) y, de ellas, 203 de la Guardia Civil. Más de trescientos atentados se mantienen como casos sin resolver. Según una gran encuesta publicada en 2021 apenas el 0,5% de los alumnos de la ESO en Navarra sabía algo de Miguel Ángel Blanco. En este sentido, loable es la actividad del historiador Raúl López Romo, quien certifica el desconocimiento de los jóvenes tanto vascos como del resto de España acerca de la multitud de atrocidades que se cometieron no hace tanto. Doy fe de ello. Esta cuestión no se estudia en ningún sitio; cuando quienes más hacen propaganda terrorista son aquellos que en sus pueblos y en sus barrios imponen su terrible relato. Eso sí que es blanquear.
Digamos tajantemente que el espectro izquierdista de este país, en las últimas dos décadas, no ha sido lo suficientemente claro en sus posturas frente a ETA. Las excepciones se van quedando en el pasado con la pátina de fascismo que se le imputa a cualquier resistente. Entre la gente que me ilusiona está el noble cineasta Jon Viar, autor de Traidores, y que se mueve en el entorno de esos jacobinos llamados Izquierda Española que, por supuesto, ya ha sido tildada, oh, sí, de fascismo. Tampoco es que el PP haya hecho bastantes esfuerzos (no se han dado cambios en la enseñanza); pues al final prima el electoralismo. Luego, VOX, como vemos, no está ni para sutilezas, ni para raciocinios, es un partido tosco, bruto, que ni siquiera ansía dar la batalla cultural con algo de enjundia. Creo que, además, desprecia el arte (que tampoco es mucho decir). Ahí los hemos tenido a las puertas del teatro sin concebir que los artistas se manifiesten. Juan Mayorga (director de La Abadía) se ha comportaba como se debe, aguantando el ataque y resistiendo. Esta actitud es la que esperamos de todos aquellos que tienen puestos de responsabilidad, como, por ejemplo, rectores, decanos y otros seres que muestran con frecuencia su liviandad moral.
Valgan estos párrafos como contexto para despistados, para imberbes que no se hayan caído aún del guindo o del TikTok. Porque esto sí que falta en la función que nos compete: concreción de las circunstancias históricas. A mí eso me parece esencial en una obra de teatro documento que debe tener en cuenta que nos situamos en la profunda ignorancia. Podemos comparar esta carencia en la contextualización con la pieza Los papeles de Sísifo.
El conocido como caso Alsasu se emprende con los mimbres del verbatim; pero no con ese imperioso objetivismo pulcro que hemos detectado en otras ocasiones como, por ejemplo, en Port Arthur, de Jordi Casanovas. Aquí María Goiricelaya (hace un mes nos entregó Play!) interviene su texto con avidez y con exceso en esa pretensión de ecuanimidad. Y es que el problema vuelve a consistir en las explicaciones. Las narraciones nos llevan de la mano a más no poder. Las descripciones de algunos hechos se asemejan a expedientes de espionaje. Y, después, la manera que se tiene de recalcar algunos avatares con comparaciones falaces me parece que estropean una propuesta que requeriría una depuración de carácter dramatúrgico (véase cuando se habla de las bajas penas que reciben aquellos que han golpeado a policías). La viveza que observamos al principio, cuando nos enseñan a los guardias civiles con sus parejas saliendo de fiesta, hasta el momento en el que comienza la paliza, me resulta atractiva; porque deja aire a los personajes para que se expresen con normalidad. Luego, el espectáculo se vuelve farragoso, con demasiadas ganas de puntualizar frases. Es cuando uno asiste con estupefacción a otra de esas utilizaciones de la justicia, de la Audiencia Nacional. Eso lo hemos vivido excesivamente en los últimos años. Ese machete que ya venía de la ley mordaza y esa manera de forzar la maquinaria del estado a golpe de populismo punitivo (véase cómo se aplica el artículo 173.1 del Código Penal, últimamente). De hecho, en este caso, se desestimó después el agravante de terrorismo; pero no el de «discriminación ideológica» que es el que legalmente parece más razonable; pero que nos remite a la atmósfera muy «caldeada» a la que intento remitir desde el inicio. Es más, no creo que se represente con suficiente encono qué supone el movimiento Ospa en Alsasua. Esos son los desequilibrios. Como igualmente se difumina la caracterización de los acusados y sentenciados, conocemos sus sensaciones en la cárcel; pero no su pensamiento, su ideología, sus filias y sus fobias. Esto, teatralmente, constituye un demerito en la elaboración de los personajes. Esto lo descubrimos en las interpretaciones de los cuatros actores. Quien más sobresale es Egoitz Sánchez, un actor con formación en el clásico. De hecho, lo hemos podido veren trabajos como El príncipe constante, entre otras. Pone mucho empeño y energía. Tanto en su encarnación de sargento, como en su pesadumbre como acusado que se ve sometido por la injusticia. Su compañero Aitor Borobia, sin embargo, se contempla un poco más retraído en papeles similares. Por su parte, Nagore González debe recoger demasiados intervinientes en escenas muy breves. Le pone mucha garra como abogada. Ane Pikaza también se debe implicar con bastantes caracteres y, a veces, roza lo esperpéntico entre tanto cambio, como así percibimos cuando hace de jueza.
Sí me parecen acertada la inclusión de ese gigante, el Momotxorro, que, como ocurre con todas esas mascaradas que se reparten por la península, remiten a fuerzas telúricas, a esas luchas contra el mal, contra lo espurio, que aquí vienen tan a cuento.
Esta pieza forma parte del proyecto «Cicatrizar», promovido por el Nuevo Teatro Fronterizo de Sanchis Sinisterra. Creo que, si nos olvidamos, como está ocurriendo, de la historia, entonces, difícilmente, estas propuestas van a tener suficiente credibilidad. Seguimos con la genética dialéctica del nosotros y el ellos. Superar esta dicotomía exige un esfuerzo superior para el cerebro. Excelsa tarea en la que no paramos de fracasar. Mal asunto ─regreso a las primeras líneas─, si se consuma no ya el olvido, sino la desmemoria qué consideración vamos a tener por las víctimas de ETA. Para ello es necesaria defender la libertad de expresión; pero, además, la crítica. Recordemos que no todas las ideas son respetables.
Dirección: María Goiricelaya
Reparto: Aitor Borobia, Nagore González, Ane Pikaza y Egoitz Sánchez
Escenografía: Eider ibarrondo e Isabel Acosta
Vestuario: Betitxe Saitua
Diseño de iluminación: David Alkorta
Música: Adrián García de los Ojos
Espacio sonoro: Ibon Aguirre
Producción: La Dramática Errante
Distribución: Portal 71
Con la colaboración de: Gobierno Vasco, SAREA, Sopelako Udala, Arriola Antzokia, Fundación Otxoa de Barandika y el Nuevo Teatro Fronterizo
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 28 de enero de 2024
Calificación: ♦♦
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