Aria da capo

Séverine Chavrier ha dejado que cuatro músicos adolescentes ocupen las tablas con sus divagaciones personales, mientras nos deleitan con sus instrumentos

Aria da capo - Alexandre Ah-Kye
Foto de Alexandre Ah-Kye

Me ha resultado inevitable no tener en cuenta el trabajo del cineasta Jonás Trueba. Ese objetivismo que procede del cine francés, de la nouvelle vague, que hemos podido apreciar en toda su filmografía. Pero a esto se añade su último y extensísimo documental titulado Quién lo impide, en el que seguía el rastro y la vida de un pequeño grupo de adolescentes a lo largo de los años. Ellos fundamentalmente emitían sus inquietudes y, de hecho, algunas de sus reflexiones resultaban mucho más interesantes que las que percibimos en este espectáculo. Porque en Aria da capo el contenido no deja de asentar los consabidos tópicos que cualquiera puede escuchar en los chavales de hoy que, más allá de la tecnología que tienen entre manos, son los mismos desde hace décadas. Por eso se echa mucho en falta una profundización mayor en sus cuitas como músicos, ya sea sobre la disciplina a la que se tienen que someter o sobre cómo se plantean el futuro en relación al arte. Las pinceladas son nimias; puesto que el contacto con el presente y la espontaneidad imperan.

En este sentido, sí que están excelentemente dirigidos por Séverine Chavrier, quien ha logrado que estos jóvenes intérpretes se muestren muy sueltos. Principalmente, Victor Gadin, quien se afana con el fagot para sincerarse con fantasías sexuales mientras fuma sin parar. Lo atienden entre risas Guilain Desenclos, con su trombón listo; y Areski Moreira, aplicado a su violín.

Me parece que en esta propuesta el marco de referencia, cada una de esas insinuaciones sobre el mundo en el que se mueven, está a punto de envolvernos; aunque se queda, desgraciadamente, en una elipsis demasiado pertinaz. Se requerirían conversaciones más candentes, fuera de lo habitual. Y es una pena, porque la sensación general que nos puede dejar la función es buena. El movimiento de los actores a través de sus propias interpretaciones musicales nos deleita y nos subsume en una especie de lucha entre la libertad ociosa y su instrucción frente al instrumento. Parecen encerrados en esos cubículos acristalados ─el golpe sobre una de las mamparas es un grito de impotencia que sorprende─ y toda la sombra que se proyecta sobre sí mismos, cuando portan esas máscaras de ancianos, donde uno conjuga su destino con las imposiciones de sus maestros, a los que aluden en distintas ocasiones, habilita breves cavilaciones certeras. Así, la escenografía de Louise Sari promueve nuestro acto voyerista como, en gran medida, insistió Milo Rau con su Familie, del año anterior. También ya que las cámaras interiores nos permiten observar su privacidad, hasta el punto de colarnos en esos vídeos de Instagram que, por su puesto, apelan a su tema predilecto ─el algoritmo, ya sabemos, es infalible─. Y todo ello, además, porque se nos recuerda su vivencia durante la cuarentena en la pandemia.

Es evidente que debemos contemplar todo el montaje como una insistencia en el eterno retorno a través de la concepción de aria da capo. El volver a empezar, el ensayo repetitivo, el regreso que te lanza inevitablemente hacia la madurez. El tiempo avanza inexorablemente; pero es necesario, para cualquier músico profesional, comenzar desde el principio para revitalizar tu propia experiencia. Jóvenes, por otro lado, que compactan la música clásica con esa electrónica que lo invade todo, sin olvidar todas esas mezcolanzas que se han ido formalizando durante el siglo XX. Ellos mismos deambulan por el jazz y el funk. No hay más que escuchar cómo canta Adèle Joulin (cómo toca el piano), la única chica, que también nos confiesa sus amoríos con gran naturalidad, sin caer en la fanfarronería de ellos.

Lo innegable es que somos compelidos por su fascinación y por una suspicaz melancolía. Y, claro, por ellos tocando distintos movimientos y canciones que nos conmueven. Escúchese la Sinfonía nº 1, «Titán», de Mahler. O auspiciados por las Variaciones Goldberg. Son tantos los compositores (Vivaldi, Schönberg, Stravinski…) que se nombran, que uno, además, los imagina enfrascados con sus partituras.

Lo que oímos, lo que vemos, lo que expelen podría haber resultado más inteligente y persuasivo. Séverine Chavrier los ha dirigido con gran manejo de los tiempos y de los espacios, y ha sabido conjugar diferentes puntos de vista; no obstante, les ha permitido discurrir por las zonas más banales de su existencia.

Aria da capo

Dirección: Séverine Chavrier

Intérpretes: Guilain Desenclos, Victor Gadin, Adèle Joulin y Areski Moreira

Texto: Guilain Desenclos, Adèle Joulin y Areski Moreira

Diseño de vídeo: Martin Mallon / Quentin Vigier

Diseño de sonido: Olivier Thillou / Séverine Chavrier

Diseño de iluminación y producción general: Jean Huleu

Escenografía: Louise Sari

Vestuario: Laure Mahéo

Arreglos: Roman Lemberg

Construcción escenografía: Julien Fleureau

Agradecimientos a: Naïma Delmond, Claire Pigeot, Florian Satche, Alesia Vasseur, Claudie Lacoffrette y Claire Roygnan

Producción: CDN Orléans / Centre-Val de Loire

Coproducción: Théâtre de la Ville-Paris, Théâtre National de Strasbourg

Con la participación de: DICRéAM

41º Festival de Otoño

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 18 de noviembre de 2023

Calificación: ♦♦

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