La tumba de Antígona

El espectáculo basado en la obra de María Zambrano que se presentó en el Festival de Mérida el año pasado se desluce en su traslado al Teatro Bellas Artes

La tumba de Antígona - FotoLlego a la conclusión de que lo ofrecido en Mérida es imposible trasladarlo a un espacio como el Bellas Artes de Madrid, por mucho que se haya ampliado el escenario comiéndose algunas filas de butacas. A tan pocos metros de distancia se ven las costuras, la ilación requerida se trastabilla y el movimiento se topa con unos límites cercanos en demasía. Todos entendemos que la monumentalidad de la capital extremeña debe ser sustituida por otros efectos mucho más recoletos; pero parece claro que eso implicaría una producción radicalmente nueva que aquí no se ha llevado a cabo.

Convengamos, para empezar, que el preludio se nos muestra abrupto y un tanto grotesco. Con las luces de sala y esos individuos vestidos de negro que van cayendo de improviso, ya sea porque son alcanzados por una flecha en la guerra fratricida (nuestra propia guerra civil rezuma en el trasfondo), en el asedio permanente a la ciudad, o porque ha vuelto la peste y, por lo tanto, el castigo divino. Si esto ocurre así, mientras escuchamos el habitual mensaje de que la función va a comenzar, más el anuncio de la próxima edición del susodicho Festival, pues a uno le cueste entrar en la propuesta. Luego, precisamente puesto que las coreografías y ciertos pasos dancísticos no quedan muy vistosos (por las razones antes aducidas), Ana García, de blanco, como una virginal doncella, se queda a la intemperie con todos esos extensísimos soliloquios. La actriz descarga en algún momento del montaje su furia; no obstante, en general, su cadencia en la declamación tiende al candor infantil, y esto nos lleva al tedio. Expresadas así las frases de María Zambrano se llega al deslucimiento. Y sí parece que el tono se quiere alejar de lo épico e, incluso, se quiere derivar hacia la «tragedia cristiana», donde se busca la redención y la fraternidad. Porque nuestra Antígona no se suicida, y por eso se nos descubre en su tumba como espíritu que ha resucitado (o se sostiene en la ensoñación previa a la muerte); por lo tanto, no ha entrado en el círculo de la metempsicosis, ni ha generado la catarsis con su extinción. Ella busca una razón entre tanta devastación, la «razón poética», concepto esencial de la filósofa, es decir, ella-Antígona pretende con esa vuelta a la vida lograr entreverar las pasiones desbravadas con una reflexión conciliadora. En este sentido se comprende el tono; pero para la expresión dramática roza la semblanza naíf en varios instantes. Por eso es tan necesario que sirvan los otros elementos y, quizás, los que le vendrían mejor a este espacio, no terminan de explotarse. Me refiero a la pantalla del fondo, que sí que, en distintos momentos, resulta atractiva, sobre todo por su transparencia, que nos permite vislumbrar, por ejemplo, un lecho empleado como cama elástica, como un guiño surrealista; o el uso de los focos en movimiento para apuntalar el simbolismo buscado. Luego, o permanece en negro o se cuelan imágenes sin demasiado comedimiento.

Que Zambrano insista en una búsqueda casi apolínea de la luz («¿vienes a decirme algo, luz del Sol? Si al fin te oyese, si me dieras esa palabra…») es el ejemplo de cómo se aparta de lo estrictamente trágico y oscuro. Posee esta Antígona algo de mesiánico; aunque en escena queda algo ingenuo. Nieves Rodríguez, quien ya había trabajado sobre la filósofa en su espectáculo La tumba de María Zambrano, que se adentraba por un mundo onírico que, en cierta medida, también se trabaja aquí. La cuestión es que la potencia conceptual se aprecia más cuando la leemos que cuando la escuchamos. Puesto que las intervenciones del resto de personajes no llegan a adquirir consistencia, son seres sin suficiente entidad. No hay más que observar al Edipo de Camilo Maqueda, que no está ciego y que está ahí para reconocer sus «yerros»; pero representado como un espectro fugaz. Más significativa me resulta en la atmósfera juvenil creada la presencia de la hermana, Ismene (también reflejo de propia hermana de la escritora, Araceli), una Lara Martorán enérgica, quien, además, como bailarina, deja buena cuenta de su elegancia.

Seguramente, una de las escenas más entrañables y que se regodean en la dirección propuesta sea aquella en la que Ana, la nodriza, ofrece su cariño. Mamen Godoy agranda su papel a través de su alegría. Contraste absoluto con la aparición, en el interludio de ambas partes, de la Harpía, que Tania Garrido elabora con una particular extrañeza. Puede que sea el carácter más ajeno al trazado conjunto. Asimilada a una araña nos desvela la intimidad amorosa de la protagonista.

El resto de personajes va desfilando de una manera más continuada en la segunda parte. No obstante, parecen piezas aisladas. Los hermanos, Etéocles y Polinices, quienes en el relato deberían tener más importancia, pues, al fin y al cabo, su guerra es la que ha propiciado en gran manera la situación que vive nuestra heroína, parecen dos muchachos antojadizos con unas casacas rojas amplias que no favorecen su hombría. Poco desarrollo tienen Hemón y Creón, antes de que Ana García vuelva a la carga en un desenlace otra vez monótono que parece resistirse al fin, con un patetismo un poco ñoño.

Uno de los elementos que funcionan con más valía en esa mezcolanza de danzas inconclusas y vídeos intermitentes es la intervención de Aolani Shirin. El acompañamiento con el violín nos señala el camino que verdaderamente hubiera encajado mejor en este lugar. Porque, insisto, creo que Cristina D. Silveira estuvo más acertada en el planteamiento diseñado en Mérida, que para este traslado a un espacio más convencional.

La tumba de Antígona

Autora: María Zambrano

Versión: Nieves Rodríguez Rodríguez y Cristina D. Silveira

Dirección: Cristina D. Silveira

Reparto: Ana García, Cristina Pérez Bermejo, Lara Martorán, Camilo Maqueda, Mamen Godoy, Tania Garrido, Jorge Barrantes, Fermín Núñez, Iván Luís y Francisco García

Composición musical: Álvaro Rodríguez Barroso / Aolani Shirin

Colaboración artística: Susana de Uña

Escenografía: Amaya Cortaire

Vestuario: Marta Alonso Álvarez

Videografías: Félix Méndez / Alex Carot

Coreografías: Cristina D. Silveira

Iluminación: Fran Cordero

Caracterización y peluquería: Javier Herrera

Atrezo: Amaya Cortaire y Elena C. Galindo

Ayudante de dirección y regiduría: Carlos Sañudo

Dirección técnica: David Pérez Hernando

Realización de escenografía: Antonio Ollero y La Nave del Duende

Realización vestuario: Luisi Penco y Lali Moreno

Técnico de sonido: Oliver González Amado

Maquinistas: Elena C. Galindo / Alicia Ollero

Ayudante de producción: María López Martín

Dirección de producción: David Pérez Hernando

Teatro Bellas Artes (Madrid)

Hasta el 18 de junio de 2023

Calificación: ♦♦

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