Celso Giménez se pone al frente de este montaje para revelarnos los peculiares avatares de su abuelo durante la Guerra Civil

Esta propuesta la firma en solitario Celso Giménez; pero posee la estética propia de La Tristura —de hecho, sus dos colegas, Violeta Gil e Itsaso Arana, lo apoyan—. Y es con lo que realmente, por ahora, me quedo, con esa estética objetivista, donde el tiempo «real» acontece delante de nuestros ojos, en ese segmento que el director ha seleccionado, como ocurre en esa novelística deudora del Nouveau Roman, que nosotros identificamos siempre con El Jarama, de Ferlosio. Digo, por ahora, porque el soporte intelectual de esta obra es tan verosímil como penoso e insignificante. Puesto que si unas treintañeras se comportan como bachilleres y sus discursos políticos son tan endebles, entonces la historia está cumplida y ya sí que sí hemos entrado definitivamente en otro rollo, con el móvil en la mano, en algo más cool; y ya cualquier alarma antifascista es carpetovetónica. La Guerra Civil es tan antigua como el Desastre del 98 o cualquier hito de esos tantos que hubo en el XIX. Qué más da, si nos sabemos de memoria la coreo del «Single Ladies». Como decía aquel gran lema en grafiti posmo: Liberté, egalité, Beyoncé.
Quizás a Celso Giménez, quien se ha molestado en indagar sobre su familia y, por extensión, en la historia de su país, le interese creer que el volkgeist español está en nuestros genes y que verdaderamente somos nietos de la Guerra Civil, y que hay unos posos, unos modos y unas maneras culturales. No quiere, supongo, asumir el proceso de «modernización», llámese urbanización, posmodernismo, americanización, secularización, nihilismo y finalmente tiktokeo; es decir, una tabula rasa como un piano para una parte enormísima de los millennials. Vamos que el fratricidio se la sopla y mucho. Como se la sopla algo que ocurrió antes de ayer mismo, por allá arriba (y también por aquí abajo y al oeste y al este) con unos tiros en la nuca y unas bombas o yo qué sé, que yo ya no me acuerdo.
El propio dramaturgo se inviste de narrador en el inicio y en el epílogo para encuadrar la pieza. Un exceso de explicaciones sobre su idea de zombi y unas aseveraciones gratuitas sobre la pertinencia de tratar el asunto que directamente podrían sobrar. Aunque también nos confirman la sospecha de que el autor se sigue moviendo bajo la estela de la ingenuidad, que para el arte puede ser útil, siempre que no se desvele la realidad.
La cuestión es que, en la parte sustancial del montaje, las tres protagonistas aparecen dentro de un contenedor que Marcos Morau ha ideado con ánimo hiperrealista —como corresponde al estilo desarrollado—. Una cabaña de la familia para que las primas se vuelvan a reunir y se tomen algo mientras sus padres dirimen asuntos farragosos sobre la herencia del abuelo fallecido. Seguramente lo mejor del espectáculo sea la espontaneidad que expresan estas actrices, quienes se desenvuelven con agilidad dentro del pequeño espacio. Nosotros las percibimos a través de un film transparente, muy similar al que pudimos contemplar en CINE. Esto genera un evidente distanciamiento y un aprovechamiento sutil de los micrófonos inapreciables que portan. El susurro, la confidencia o el cante se favorecen en un relato que se la alarga entre aspectos costumbristas que nos disuaden de algo más trascedente. Poner al tanto a las demás de tus novedades vitales, como así hace Belén Martí —su personaje es bailarina y ha decidido que prefiere enfocar su futuro hacia la creación de coreografías—; mientras que Teresa Garzón hace de cantante recién llegada a Madrid, con una carrera que parece que despega. Más distinto es el papel de Natalia Fernandes, ella viene de Brasil, adonde tuvo que exiliarse su padre, quien no pudo ir a la universidad, como sí pudieron hacerlo sus hermanos. Ella es algo mayor y tiene más dudas existenciales. La verdad es que entre bailecitos y «jo, tías» uno empieza a desencantarse. Lo que había funcionado coherentemente en Future Lovers, con unos adolescentes dispuestos a descubrir el mundo adulto, aquí es un poco ridículo.
Hasta bien pasado un tiempo no conocemos que el tal Ángel Dubois había aparecido en un monte de un pueblo catalán. Eso nos remite al misterio que escondió el abuelo Celso, quien, en su huida, como derrotado en la Guerra Civil, tuvo la oportunidad de ocupar la identidad de ese muerto que ahora han encontrado. De ahí que nuestro dramaturgo extraiga la idea de zombi y se la traslade a las nietas, en un trastoque conceptual y metafórico bastante cuestionable; pero que, a la postre, me parece que otorga un título que perfectamente define a demasiados treintañeros y veinteañeros.
El otro punto interesante de la función, y el que la revaloriza cuando esta iba de cabeza a la nadería, es que el desenlace se convierte en una especulación atrayente. Algo que, en alguna medida nos hace pensar en obras como Soldados de Salamina, de Cercas. La indagación periodística e histórica se conjugan con la fábula, pues las tres jóvenes intentan imaginarse cómo pudo ser ese avatar que hizo que su abuelo pudiera encontrar un subterfugio idóneo. Para ello aprovechan un diario. La cabaña se gira, se abre un espacio y la humareda perfila un bosque brumoso. Si no se hubiera dado esa circunstancia algo extravagante, quizás no hubieran sacado el tema; por lo que esa idea de Celso Giménez de que es la tercera generación (y «las mujeres», que son las que se lanzan con estos temas) la que por fin se pone a hablar del pasado, resultaría, como se puede demostrar ampliamente en nuestro país, espuria.
Creación: Celso Giménez
En escena: Natalia Fernandes, Teresa Garzón y Belén Martí Lluch
Coordinación técnica: Roberto Baldinelli
Ayudantía de dirección: Iván Mozetich
Escenografía y vestuario: Marcos Morau
Iluminación: Alván Prado
Vídeo y cachivaches: Albert Coma
Espacio sonoro: Adolfo García
Producción: Ana Botía, Alicia Calôt y Elena Barrera
Realización de escenografía: David Pascual
Construcción de escenografía: Ou
Realización mobiliario: Mundo Prieto
Narrador: Celso Giménez
Voz teléfono: Nacho Sánchez
Distribución y comunicación: Art Republic (Iva Horvat y Élise Garriga)
Prensa: Paloma Fidalgo
Fotografía y diseño gráfico: Mario Zamora
Cómplices en el crimen: Itsaso Arana y Violeta Gil
Agradecimientos: Mamen Adeva, Laia Ateca, Tanya Beyeler, Xavier Bobés, Max Brooks, Sergi Casero, Gabi Careto, Andrea Chapela, Olivia Delcán, Manuel Egozkue, Patricia Ferro, Tony Gallego, José Giménez, Pablo Gisbert, Marjan Gjorsheski, Elena Gómez, Aurora García, André Pronk, Pucho, Rafa Rodríguez, Nuria Román, Jorge Sevillano, Elif Shafak, Sara Toledo, Carlota Wilmshurst, María Jesús Zamora, Miguel Ángel Villanueva y Covadonga Villanueva
Una producción del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, Festival Grec, Grand Theatre de Groningen, Noorderzon Festival, MA Scène Nationale de Montbéliard y La tristura.
Centro Cultural Conde Duque (Madrid)
Hasta el 11 de junio de 2023
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Las niñas zombi”