Juan Loriente y Oscar Gómez Mata performatean La Abadía con un espectáculo que pretende descubrir lo que está oculto en la Realidad
Yo entiendo que si suelto aquí a Faemino y Cansado; pues me va a caer encima el aparataje-performativo-european-chachi para aleccionarme sobre el «dispositivo», la «autopoiesis», la «liminaridad» y, en definitiva, los «acontecimientos»; pero si tenemos que aunar metafísica y humor, pues me quedo con la pareja de cómicos. Me resulta extraño que a los responsables de este asunto no les viniera al caso, la situación que vivió Fernández Mallo, cuando vio que su obra borgiana sobre colección de Borges El hacedor, fue retirado de las librerías, porque a Madama Kodama le pareció que de Borges solo puede Borges hacer de Borges. Así que, El hacedor (de Borges), Remake, publicado en 2011, despareció de los anaqueles. Suerte que un ejemplar me fue regalado por mi amigo Enrique, al que aprovecho para dedicar esta crítica (es que Makers, sabrán ustedes, va de dedicatorias). Por lo que tengo entre manos un libro prohibido, que para los tiempos que corren es hasta emocionante (y creo que lucrativo). Vean que yo también me hago mi performance. Qué bien les hubiera ido a nuestros protagonistas indagar sobre un tipo tan polifacético como Fernández Mallo, pues este sí que se dedica, desde su mirada de físico, de escalador, de músico, de poeta, a descubrir rizomas y simulacros, a hallar metáforas postpoéticas en esto que llamamos realidad; a pasmarse con las coincidencias que propicia el azar en lo nimio. Pero nadie todavía ha considerado que este gran autor deba tomarse como referencia auténtica para crear dramaturgias originales. El cuento que da inicio al libro («El hacedor») y que es leído, casi tal cual, en escena, no es, en sí, un cuento, y más se aproxima a la semblanza o, incluso, al poema en prosa. Las metáforas sobre el tiempo y la luz están presentes. Nos sitúa en el CERN (Ginebra). Curiosamente, cerca de donde vive Óscar Gómez Mata, el director de todo esto. ¿Y qué es esto? Pues un a ver qué pasa, inconcluso, azaroso, inconsecuente, deslavazado, ingenuo, es decir, dadaísta. Plantear teóricamente que la obra trata del amor, de la amistad, del tiempo, de la luz, de desvelar lo que se esconde en la aparente Realidad, puede quedar muy platónico; a pesar de ello, su materialización no desarrolla esas ideas. Aunque también es cierto que para ellos lo importante es «sentir». Las sensaciones al poder, como si no estuviéramos ahítos de ellas. Makers es una «lasaña», y ellos son unos «detectives de capas». Que en el estreno en La Abadía pudieran desenvolverse entre amigos, me deja con la duda de cómo habrán sido las subsiguientes funciones. Su llegada en bicicleta a las puertas de la sala con todo el público esperando, les permitió caldear el ambiente ante la lógica estupefacción. Los familiares y la farándula propiciaban el compadreo para elaborar lo único que verdaderamente me parece destacable del montaje: la capacidad para deambular en la espontaneidad afable y resultar congraciantes. Una capacidad payasesca para hablar y no llegar a decir nada auténticamente significativo. Luego, esa forma de expresión se transformará en un leve bosquejo de lo que se insinúa; no obstante, nunca llega a acontecer del todo. Esperar que las cosas pasen porque sí, porque se está en un teatro, es algo que no responde a las preguntas más perentorias. ¿Qué saco yo de todo eso? Una vez dentro, antes de lo que se supone que es la obra en sí, somos reunidos en el escenario para detallarnos la simbología de una estrella que remite a las ocho etapas de la vida. Sí, constantemente se dan pistas; no obstante, parece que se esfuerzan —así deben ser estas performances— en no trascender, en esperar que el respetable decante alguna conclusión. La cuestión es que vivimos en la mayor performance de la historia, en el gran simulacro, en el mundo urbano ocupado por seres absorbidos por el espacio virtual y dispuestos al narcisismo en lo que queda de realidad. Una sobreinterpretación hiperbólica. Actuar frente a unos espectadores así requeriría plantearse las performances como una redundancia insignificante. En un planeta lleno de performers, no vale con disfrazarse de supuestos «makers» (poetas, en el inglés arcaico). Jugar a ser dioses. «Hágase la luz». O, «descúbrase la capa», puesto que enseñamos un cuadro de ejemplo. Sí, una escena cualquiera es plantar la «Santa Lucía», de Francesco Furini, que se expone en la Galleria Spada (Roma). La mujer de espaldas y sus ojos arrancados ocultos en la sombra. Ni si quiera con eso se alcanza al picoteo; ya que el esfuerzo por disuadirnos de todo aquello que pueda denominarse trama o conceptualización cohesionada es permanente (por eso hay que hablar extensamente de sus curiosas zapatillas con talón-muelle). Decir que son uno solo, que son el mismo, que son amigos, tampoco nos deja mucho espacio para la exégesis. La cumbre del montaje es el remake cínico de un fragmento de un texto de Rodrigo García, Aftersun, que dicho así ya es para esperarse otra de esas ironías infantiloides a las que estamos acostumbrados. Y así ocurre, Juan Loriente nos expone su «Teoría del pensamiento en cinco puntos”, todo un pentálogo de pasotismo escatológico (es su doble acepción). Y sí, por supuesto, faltaría más (¿o acaso se pensaban ustedes que no?): despelote. La gracia es que bajara alguien del público a proceder con la psicomagia (mucha psicomagia hay últimamente en esa sala). Gómez Mata es el que baja; porque en su momento, hace tropecientos años, se quedó con las ganas, y este es ahora el momento (autoayuda, compenetración, chorrada. Cualquier gesto vale para seguir viviendo. Humor). Despelote otra vez, calzoncillo a la cabeza y luego a esnifar el rafe. He leído por ahí que los han denominado «clowns metafísicos». Pocas pandemias tenemos. Ya afirmaba más arriba que el espectáculo iba de dedicatorias, de dedicar, de dar amor. ¿Y por qué no regalar a uno de los asistentes los gayumbos en una carpetilla de plástico? Esta es la metafísica, o la ontología; yo la consideraría la ortología, como disciplina de la retambufa. Tiempo, luz, amor y lasaña.
Textos: Agustín Fernández Mallo, Rodrigo García y Óscar Gómez Mata
Concepción y dirección: Oscar Gómez Mata
Interpretación: Juan Loriente y Oscar Gómez Mata
Colaboración artística: Delphine Rosay
Colaboración juego actoral: Espe López
Creación luz y dirección técnica: Leo García
Creación sonido: Aymeric Demay
Músicas adicionales: Aymeric Demay, Las Colombinas, Carnival in Coal, Hiroki y Mi-yan, Novedades Carminha, Anton Bruckner.
Espacio escénico: Vanessa Vicente
Vestuario: Doria Gómez Rosay
Producción y administración: Aymeric Demay
Difusión Compagnie L’Alakran/ Carlota Guivernau
Una coproducción: Compagnie L’Alakran, Azkuna Zentroa Alhóndiga-Bilbao, Théâtre Saint-Gervais-Genève, Théâtre populaire romand – La Chaux-de-Fonds.
Apoyos: Pro Helvetia, Loterie romande, Fondation Ernst Göhner.
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 17 de octubre de 2021
Calificación: ♦
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