No soy Dean Moriarty

Una pieza breve de Joan Yago sobre dos jóvenes que sueñan con ponerse en la carretera para dar sentido a su vida

En la globalización de la sociedad de consumo, el turismo sustituye al viajero, las aventuras se controlan por GPS y para sentir el verdadero riesgo debes aproximarte al infierno, ya sea escalar el Everest sin oxígeno o pasearte entre unos narcos. ¿Lo que cuenta Jack Kerouac no es, al fin y al cabo, una búsqueda de aquel pionerismo estadounidense que se adentraba en el oeste como una selva ignota repleta de peligros, pero en un planeta post bomba atómica? Es decir, llegó demasiado tarde. Nuevas reglas en el nuevo imperio, nuevos límites, nuevos parámetros, nuevos viajes iniciáticos; pero sin duelos en OK Corral. Y en esta obra de Joan Yago quizás tengamos a unos jóvenes a los que les falta madurar, que se niegan a comprender el mundo en el que viven o que directamente les repugna. Si por algo es valioso este texto es fundamentalmente por dos aspectos. Uno, porque valora el poder de la imaginación, como un juego de niños que se sitúan en la piel de dos tipos que representan la libertad con mayúsculas, dispuestos a romper con una vida determinada, preparados para la experimentación vital; y, por otra parte, porque nos posiciona ante la renovada cuestión existencialista de nuestro estado del bienestar, sobre qué nos puede estimular esencialmente ante la tentación de lo cómodo. El caso es que estos dos camareros disfrutan encarnándose, después de trabajar, en Sal Paradise —aquí con Fernando Tielve, adoptando esa actitud de quien va perdiendo el crédito según es acogotado por el ímpetu de su compadre; el actor enseña gestualmente muy bien su insolvencia práctica— y en Dean Moriarty, el que debería ser la gran lanzadera, el fascinador encantado con adentrarse en la carretera que los lleve a vivir la auténtica vida en una tierra llena de oportunidades. Pero desgraciadamente Héctor Molina no ha aprehendido su papel como debe, sus titubeos constantes y un ritmo excesivamente acelerado, más propio de un consumidor de estupefacientes que de un entusiasta impiden el vuelo de los diálogos. Seguro que él es consciente y que irá agarrando las riendas de su personaje. Este hecho y la brevedad de la función, como si el dramaturgo se hubiera quedado satisfecho con el callejón sin salida al que se ven abocados, son los mayores lastres de un montaje que posee sustancia para abrir otras posibilidades, otras líneas de ataque y de continuidad. Por ejemplo, se manifiesta muy adecuadamente ese plan sustitutorio con los billetes del interraíl y unas fotocopias donde se detallan los destinos pormenorizados de un tour cualquiera por Europa. Para qué ir a Denver con el buga y cruzar todo Estados Unidos, si puedes pagarte un viaje absolutamente organizado. Es el desencanto que se muestra en las visiones antitéticas sobre su escapatoria del entuerto, mientras transcurre el tiempo con su anodina rutina en ese bareto. Es la conciencia no solo de que es imposible ser un hipster de los originarios, sino de que la alternativa podría ser el hipsterismo de hoy, esa estética que ha venido a desembocar en una pura pose de moderneo inconsistente, donde se mezcla cualquier asunto que se ponga de moda sin la menor profundidad. Este es el presente que les ha tocado. Dos amigos que después de estudiar en la universidad se topan con una realidad que relegan a través de una emocionante, pero también narcótica, ensoñación con la que retrasar el momento en el que la madurez, si es que llega, les impela a reaccionar. El director, Gerard Iravedra, ha sabido, en gran parte de la acción, darle frescura a este No soy Dean Moriarty, una obra profundamente generacional que atrapa al espectador con esa confusión entre lo real y lo imaginario. Su sencillez aparente es capaz de plasmar la difícil situación de aquellos que ven truncadas sus ambiciones.

No soy Dean Moriarty

Autor: Joan Yago

Dirección: Gerard Iravedra

Elenco: Fernando Tielve y Héctor Molina

Teatro Lara (Madrid)

Hasta el 23 de agosto de 2017

Calificación: ♦♦♦

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