Una obra sobre el arte como antídoto contra los abusos del poder en la época del Barroco
Francisco Nieva nos lanza al Nápoles de mediados del siglo XVII. El Duque de Arcos, a la sazón virrey de España, se sacó de la manga un impuesto sobre la fruta y la revolución de los comerciantes y las gentes del lugar no tardó en montarse. A la cabeza se puso Masanielo, un pescador que cayó presa de su locura y del propio enloquecimiento de la masa indignada. Comenta Nieva que los espectadores encontraremos paralelismos con nuestro presente. Últimamente no hay evento, publicación o motivo del pasado que no se identifique con el 15 M y el «movimiento de los indignados». Ciertamente es una visión muy superficial de los acontecimientos actuales, pero también esto forma parte del sino de los tiempos. Al comienzo, en un preludio demasiado largo en el que Cebadías, el marchante judío de nuestro héroe Salvator, que es interpretado con sagacidad por Juan Meseguer, dialoga efusivamente con Batuel, encarnado por Juan Matute, sobre su hija Gezabel, una Isabel Ayúcar revoltosa. Un preámbulo que sirve para ponernos en antecedentes sobre el impuesto a la fruta y, también, sobre las excentricidades que debemos esperar del ínclito pintor. El tono se transfigura con la sola presencia de Salvator Rosa. Nancho Novo aprovecha sus dotes de seductor, irónico y un tanto chulesco para completar una interpretación que deambula entre el donjuanismo empalagoso y el lúdico vividor que juega a la bravata épica. Este color que le imprime a la obra tapa el proceso histórico que se va fraguando en Nápoles y que no termina de empastar con el aire bufonesco y hechizante que expele Salvator hacia todo ser vivo que se le ponga por delante; desde luego, hacia Rubina, papel que Beatriz Bergamín sostiene con encanto y, después, hacia Floria, una Ángeles Martín dinámica y barroca que, además, es la hermana de Masanielo, vivificado por Gabriel Garbisu en pleno proceso de enloquecimiento. Entre el colorido y el escorzo, hay mucho más: el enano Pittichinaccio busca unos brazos que lo sostengan, Ribera, El Españoleto, difunde su oscuridad y su visión pesimista de la vida, y un par de bailarines nos llevan hasta las puertas de la revolución de la mano del arte. El vestuario de Rosa García Andújar, repleto de contrastes y volúmenes, encaja a la perfección en la escenografía de cuadros que danzan en las tablas creada por Gerardo Trotti. Forman parte del gran montaje y de la magnífica dirección de Guillermo Heras, al que únicamente le faltaría encontrar una mayor cohesión entre las dos principales líneas de acción y, quizás, un tono que haga permear la seriedad de aquel movimiento popular frente a la displicencia que parece demostrar Salvator Rosa, a la postre, un artista capaz de resguardarse en sus sueños individuales como buen precursor del Romanticismo y que se permite jugar, en una farsa, a sustituir al demente Masanielo. Alarde de ingenio y teatralidad, pero también de cierta cobardía. La función es una apuesta fuerte por concentrar la creación en el ámbito pictórico y teatral con la energía revolucionaria que se desencadena cuando los poderosos inflaman los ánimos con medidas insensatas.
Autor: Francisco Nieva
Dirección: Guillermo Heras
Reparto: Isabel Ayúcar, Beatriz Bergamín, Alfonso Blanco, Javier Ferrer, Gabriel Garbisu, Carlos Lorenzo, Ángeles Martín, Juan Matute, Juan Meseguer, Nancho Novo, Sergio Reques, Sara Sánchez, José Luis Sendarrubias, Alfonso Vallejo
Escenografía: Gerardo Trotti
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Vestuario: Rosa García Andújar
Música: Tomás Marco
Movimiento escénico: Mónica Runde
Caracterización: Gema Solanilla
Vídeo: Álvaro Luna
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 5 de abril
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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2 comentarios en “Salvator Rosa o el artista”