Freud y C. S. Lewis dialogan sobre Dios en uno de los momentos cruciales de la historia del siglo XX
Siempre es sugerente escuchar una conversación acerca de Dios si los interlocutores son lo suficientemente inteligentes como para plantear cuestiones pertinentes. Estamos al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Freud se muere de cáncer y recibe la visita de C. S. Lewis, un novelista y profesor de unos cuarenta años que terminará siendo muy popular gracias a Las crónicas de Narnia. Enseguida comienza una charla que, por momentos, se aproxima a la contienda. El anfitrión es uno de los más claros exponentes del ateísmo durante el siglo XX, como buen seguidor de Darwin y bajo la influencia de Nietzsche. Enfrente se sitúa un convertido, alguien que descreía de Dios, pero que, gracias a la compañía de ciertos amigos escritores como Tolkien o la lectura de Chesterton u otros autores como Milton, terminó encontrando un momento de inspiración, de epifanía mistérica: una noche decide que Dios es Dios y punto. La charla es, sin duda, dinámica. El tema de Dios la ocupa principalmente, pero la tensión que se cierne sobre ellos en aquellas fechas tan aciagas, en las que uno debía pegarse a la radio para obtener información, los mantiene perplejos. Además, su debate es interrumpido en varias ocasiones (demasiadas ocasiones) por el sonido del teléfono. Esos elementos generan la sensación de apremio, de hecatombe; el médico no llega, Freud no soporta el dolor de su mandíbula cancerosa, las bombas pueden lanzarse en cualquier momento. La muerte, inexorablemente se acerca con rapidez mientras el famoso psicoanalista plantea llanamente que su final vendrá tras el sereno suicidio. No, no tiene miedo. Esta seguridad, esta certeza y esa imperiosa consistencia en los movimientos, en la dicción (a pesar de las inconveniencias bucales) e, incluso, en las toses incesantes son logradas por la interpretación de Helio Pedregal. La creación de un personaje matizado, redondo y verdaderamente atrayente para el público desde el primer instante le permite brillar durante toda la «sesión final». C. S. Lewis, interpretado sólidamente por Eleazar Ortiz, intenta empujar y sobreponerse en el despacho de aquel tótem, pero termina siendo demasiado blando y poco convincente en ese argumentario tan ingenuo. Esta descompensación entre los dos personajes quizás sea la mayor pega de la obra. Parece que Lewis fuera un cualquiera frente al austriaco, ciego ante la figura de un Jesús realmente portador del espíritu divino. Resulta inspiradora la colección de pequeñas esculturas griegas y egipcias que se vislumbran tras la biblioteca en el despacho. Pero, quizás, lo verdaderamente estimulante sea la recuperación filosófica de alguien vapuleado (con algo de razón) en los últimos decenios desde ciertos ámbitos académicos (podemos recordar aquel libro de Michel Onfray tan revelador). Aunque sea de forma concisa y levemente didáctica, aquí, en La última sesión de Freud, gana el ateísmo y la algarabía argentina en las butacas ante las perlas dialécticas del padre putativo.
Autor: Mark St. Germain
Dirección: Tamzin Townsend
Reparto: Helio Pedregal y Eleazar Ortiz
Voces: Paco Déniz, César Sánchez, Kurry Caché
Traducción: Ignacio García May
Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda
Vestuario: Gabriela Salaverri
Iluminación: Felipe Ramos
Espacio sonoro: Kurry Caché
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 22 de febrero
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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