La hija del aire

La famosa tragedia de Calderón con la perspectiva de Mario Gas; entre la frialdad del elenco y la garra de Marta Poveda

Foto de Lau Ortega

De manera inconfundible es esta una de las comedias más célebres de Calderón. Vive en paralelo de su obra maestra, La vida es sueño; pues igual que ocurre con aquella, también el protagonista mora encerrado por los nefastos augurios que pesan sobre él. Semíramis posee una historia que se pierde en las leyendas de hace siglos y que nos la sitúan como la Sammuramat asiria. Sus reminiscencias se reparten por el Mediterráneo y el propio dramaturgo madrileño la emplea para crear una tragedia sobre la ambición de poder. Desde luego, lo interesante es descubrir si la versión de Benjamín Prado y la dirección de Mario Gas suman lo suficiente como para justificar el montaje más allá del valor que tiene como clásico. En cuanto al primero, nos ha entregado un texto que suena suavizado en los hipérbatos propios de la escritura barroca, y eso hace que el verso se nos muestre más claro al oído; aunque eso le quite cierta sentenciosidad. Por otra parte, al retirar a Chato (y a los músicos), ese bufón rústico que acompaña siempre a la futura reina, nos censura la réplica sarcástica. La sensación general es de frialdad en diferentes tramos de la extensa función. Esta percepción viene determinada por unos actores que han sido dirigidos hacia el estatismo. En muchos momentos parece que, una vez toman posición, su expresión no es acompañada por el cuerpo. Sigue leyendo

Calígula

Pablo Derqui brilla sobremanera con su interpretación del emperador en esta propuesta dirigida por Mario Gas

No vale con afirmar que este personaje creado por Albert Camus es un regalo para que el actor de turno se desgarre interpretativamente en escena. Lo que hace Pablo Derqui es soberbio. Desde luego nos hace pensar ipso facto en su papel en Roberto Zucco. Su Calígula incide en el tormento, en esa mezcla de hedonismo desenfrenado, lujuria y, a la vez, en melancolía irrefrenable sumada a la inconsistencia de su carácter voluble. Completar tan certeramente estas aristas no está al alcance de cualquiera.

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El concierto de san Ovidio

Mario Gas dirige esta fábula dieciochesca de Buero Vallejo sobre el maltrato insolente a un grupo de ciegos

Foto de marcosGpunto

De vez en cuando es conveniente desempolvar a nuestros clásicos contemporáneos para descubrir si el tiempo los acartona o si permanecen fértiles para aleccionarnos sobre los vicios universales. Si Buero Vallejo quiso zarandear (desde su «posibilismo») al pueblo español en 1962 tomando la prudente distancia de quien nos remite a un acontecimiento ocurrido en París durante 1771; de qué forma debemos observar esta fábula para que nos competa de una manera similar. En este sentido, nuestro mundo actual ha cambiado tanto desde aquellas, que las mofas pueden ser tan brutales como desproporcionadas sus reprimendas. En el presente los extremos se tocan y por ello es necesario superar el plano simbólico de esta función para encontrar asideros fundamentales sobre la bondad, la solidaridad y la búsqueda del conocimiento como camino a la libertad, es decir, la ilustración. Sigue leyendo

Invernadero

Mario Gas monta la célebre obra de Harold Pinter acerca de un inquietante sanatorio

Foto de Ros Ribas
Foto de Ros Ribas

¿No es, acaso, el fin que el mundo hiberne bajo los dictados de los poderosos? No hace falta ningún electroshock, vale con leves dosis de trending topic. Harold Pinter se imaginó una especie de cotolengo o un sanatorio (nada que ver con el de La montaña mágica) que recluyera a toda una serie de burócratas enfermos de su propia maquinaria. Invernadero es una especie de engranaje basado en el control que, auspiciado por la deshumanización del paciente (es designado únicamente a través de un sofisticado código numérico), produce la consiguiente reverberación en sus ejecutores. Nada más comenzar, Gonzalo de Castro, metamorfoseado en el Director Roote, un antiguo militar, desconoce — mientras reclama furibundamente observancia— que uno de los internos ha muerto y que, además, él mismo ha firmado el acta de defunción. Por si esto fuera poco, una mujer ha parido en la propia institución, siendo esta una casquivana conocida por todos (de la que tampoco parece tener noticia). Ambos hechos resultan inéditos. Ahí comienza el discurso paradójico que Gonzalo de Castro emprende con firmeza y enorme vis cómica (un humor inglés pavoroso que, ciertamente, no embelesa a todo el personal), y que arrastrará hasta el final de la obra desencadenando diversas subtramas. Su claro antagonista, Tristán Ulloa, Gibbs, se planta simultáneamente como mano derecha y, de forma torticera, como candidato al puesto de máxima responsabilidad; un ser ordenado, diligente y estrictamente cáustico que va trenzando su maléfico plan entre los efluvios de un ambiente cínico. Sigue leyendo