David Serrano ofrece una correcta adaptación de este clásico de Tennessee Williams en el Teatro Español
Foto de Elena C. Graíno
Hubiera encajado estupendamente aquel proyecto titulado Tennessee, que se representó en la Sala Margarita Xirgu la temporada anterior (una atmósfera sobresaliente), para configurar uno de esos paralelos que últimamente se estilan. El último gran montaje sobre este clásico corrió a cargo de Mario Gas y es imposible no establecer lógicas comparaciones. Sin embargo, hasta llegar aquí hemos contemplado también La rosa tatuada y alguna versión de El zoo de cristal. Quizás la mayor pega de esta perspectiva de David Serrano esté en una matizada depuración de la violencia. Las sensaciones están más soterradas y el ambiente no es tan macilento como cabría esperar. En cualquier caso, me parece una puesta en escena correcta, sobre todo porque el elenco tiene un comportamiento muy consistente. Sigue leyendo →
Pilar Valenciano lleva la obra de Fermín Cabal al Teatro Español para recrear de nuevo el mundo del boxeo en los ochenta
Foto de Javier Naval
Mi sospecha clasista indica que el público que hoy está imbuido de eso que se denomina artes marciales mixtas y que tiene a Ilia Topuria como héroe nacional, como en su momento, fue Urtain (recordemos la obra de Animalario en 2008) no asistirá al Teatro Español. Alentado por el streaming y los influencers de la conocida como machosesfera (o manosfera) los espectáculos de lucha han vuelto para recibir un seguimiento masivo. En su renovación, también las mujeres han saltado a la lona y se vuelven a abrir gimnasios para que el personal haga guantes. De hecho, en los últimos años, aparte de la antes señalada, sí que hemos observado otros proyectos que se han adentrado en el ambiente boxístico, como Puños de harina o El combate del siglo.
Lo que ocurre es que la obra de Fermín Cabal queda emparedada como la propia generación a la que se representa, o sea, los ochenta. Modernos y cutres, con las estructuras del pasado y sin las depuraciones estéticas (y vacuas) que ahora nos rodean. No viene esta propuesta con ninguna advertencia para el respetable más sensible (quizás algunos jóvenes tengan desmayos con el lenguaje al escuchar: «¿nos vamos de putas?») como se pretende en Cine de barrio. En cualquier caso, la función no puede deshacerse de una atmósfera caduca, pues no ha pasado suficiente tiempo como para que se contemple con distancia. Quiero decir que otras obras realistas, pienso en aquellas anteriores, como las de Arte Nuevo (que tuvieron su homenaje hace unas temporadas), se perciben con otro cariz. Aquí miramos con edulcorada nostalgia un mundo zafio que se ha querido romantizar con algún revival quinqui.
De todas formas, el montaje de Pilar Valenciano es entretenido y posee una apariencia muy sugerente. La escenografía de Lua Quiroga Paúl exprime al máximo el espacio de la pequeña sala para concretarnos un detallado vestuario (se incluye un teléfono de rueda en la pared), con sus taquillas apiladas. Viejo y hasta cochambroso, aunque estemos hablando de competir por el «título europeo». Se intenta darle un mayor aire cinematográfico y moderno con la innecesaria inclusión de unos vídeos en blanco y negro. Rodrigo Ortega ilumina todos esos grises para que sobresalgan el amarillo del pantalón de nuestro antihéroe y los labios rouge de la dama buscadora de oportunidades.
No deja de tener el texto una estructura propia de las comedias de enredo, derivando, incluso, en la farsa un tanto inverosímil; no obstante, graciosa, pues varios especímenes son tan estrafalarios que parecen extraídos de algún tebeo de la época. Fijémonos cómo en las primeras líneas la directora ha lanzado a Mario Alonso a ponernos en situación con su energía de rock duro marcada desde su radiocasete. Este hace de Sony Soplillo, un muchacho corto de entendederas que vale para todo, que el intérprete desarrolla con gran agilidad y encanto. El «criado» aurisecular traído al presente para meter la pata, resultar ingenuo y mostrar su analfabetismo cuando apenas alcanza a comprender un periódico. Cuando llegue Marcel, el masajista, asumiremos una jerga epocal que el dramaturgo dominaba a la perfección (fue guionista, por ejemplo, de El pico 2). Daniel Ortiz encarnará su carácter con la firmeza necesaria para dar solidez a una trama que, por momentos, parece ridícula. Así ocurrirá en el desenlace, cuando el argumento alcance el ritmo del vodevil, y las entradas y salidas de personajes entremezclen los entuertos, los engaños y hasta la firma patética de contratos espurios logrando una confusión que nos destina al trágico final.
Para llegar a este punto, hemos de conocer al gran protagonista, Kid Peña, un hombretón de pueblo que, como solía ser habitual ─sigue ocurriendo parecido─, no posee demasiada cultura, ni una familia con el bagaje preciso para no caer en los bajos fondos. Aun así, un atisbo de rebeldía, quizás cansancio entreverado de pundonor, le lleva a negarse a perder ese ansiado galardón que se juega esa noche. No quiere, por lo tanto, aceptar el amaño de su mánager, que Chema Ruiz acoge con una chulería característica. Luego, la aparición de Achúcarro, un promotor interpretado por Jesús Calvo, distorsiona de alguna manera la dramaturgia. Su rol es breve y se muestra demasiado atrabiliario.
Nuestro boxeador es un Francisco Ortiz bronco y entrañable a partes iguales, que trabaja fenomenal con su cuerpo, con su musculatura, demostrándonos cómo se maneja con algunos golpes sobre el saco. Buscará la épica, una vez que ha recibido la humillante noticia, a través de una carta, de que su novia lo deja. ¿Qué le queda? ¿Encima debe saltar al cuadrilátero para que le den una tunda y fingirse traspuesto? Si no cumple con la pactado, unos maleantes, de esos que se juegan la pasta gansa, vendrán a llevarse de malos modos lo que es suyo.
También posee una veta de seductor, lo bastante eficaz como para engatusar (o es al revés) a la tal Marina. Marta Guerras borda su papel de buscona, de chica que se hace la tontorrona y aprovecha sus armas de mujer. La actriz lloriquea con humanidad y tono cómico de manera incuestionable. Ambos hallan una romántica escapatoria que les sirve a sus propios intereses. Ella podría librarse de Ángel Mateos, ese representante, tan amargo e impositivo, que la domina y la trata como un trapo. Mientras que Kid podría emprender una vida más convencional en el mundo rural al que pertenece, con su madre. Aunque estos son sueños de película y ¡Esta noche, gran velada! va sobre la realidad.
Darío Facal firma una comedia generacional que pretende dar cuenta de cómo unos personajes llenos de ignorancia y sin desarrollo vital posible ocupan su tiempo con distintas ocurrencias
Foto de Coral de Ortiz
Afirmar que esta obra se inspira en Bouvard y Pécuchet es mucho decir. Porque sí, aquellos personajes flaubertianos se conocieron de improviso y tuvieron el enamoramiento de la amistad. Eran unos ignorantes en multitud de materias y, movidos por una fuerza sobrevenida, se pusieron a investigar con afán de dominio; pero abocados al fracaso. Querían saber. No así nuestros Agustín y Mario, que Darío Facal los ha dibujado como a otros perdedores más que se suman a la lista de nuestra España. ¿Y de Erasmo de Rotterdam y su célebre ensayo? Pues únicamente el título; puesto que la ironía que se destila en este montaje va por vía naíf y no aspira a la crítica política.
Elogio de la estupidez es como esas comedias de situación que encapsulan a sus protagonistas en una especie de mundo aparte. Véase Friends —¿cómo pudimos admirar esa serie?—. Ahora que hemos vuelto a la ingenuidad, y muchos jóvenes prefieren quedarse en casa los fines de semana y renunciar al botellón, y se encierra uno muchísimo en la red social favorita hasta quedar ahíto, la función esta, al menos, sirve como ejemplo de la nadería contemporánea. Llamarla nihilista me parecería un piropo. Esto, definitivamente, no es Beavis and Butt-Head. Sigue leyendo →