El príncipe constante

El Teatro de la Comedia acoge esta versión austera de la obra calderoniana con un Lluís Homar magnífico

El príncipe constante - Foto de Sergio Parra
Foto de Sergio Parra

Más allá de lo que hicieran y de lo que dijeran Goethe y Grotowski sobre El príncipe constante, se debe considerar si esta obra no termina de ser idónea para la representación, tal y como Calderón de la Barca la elaboró. Quizás el alemán, quien consideraba que los versos de esta obra eran de lo más excelso, tuviera razón al quitarle al gracioso Brito; y el polaco, con su teatro pobre, al derivar su protagonista hasta la pasión cristológica. Algo de esto hay en la mirada de Albert Arribas, el dramaturgista del montaje que podemos contemplar, por fin ―nunca se había hecho antes―, en el Teatro de la Comedia, desde la creación de la Compañía Nacional. Una de las cuestiones esenciales sobre este drama primerizo (data de 1629) y que antecede a La vida es sueño, donde algunos motivos, como el del libre albedrío, se conjugan necesariamente, es si el incuestionable poderío de sus poesías, de los soliloquios, de los gigantescos parlamentos, que leídos alcanzan cumbre lírica; funcionan igualmente en escena. Viene esto a cuento, porque estructuralmente, desde mi punto de vista, posee una serie de fallas que se pueden observar con cierta facilidad. ¿O acaso tiene interés la historia de amor entre Fénix y Muley; cuando apenas pueden plasmar su cercanía emocional? El punto de interés se lo lleva únicamente don Fernando, y lo demás, todo lo demás, parece accesorio. El príncipe constante es una purgación ascética, un sacrificio martirológico, una empresa de santidad y un prototipo de fe beatífica y, a la postre, una contribución evangelizadora del propio dramaturgo. Sigue leyendo

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La vida es sueño

Los jóvenes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico despliegan su buen hacer con la tragedia de Calderón en la despedida de Helena Pimenta como directora

Foto de Sergio Parra

Cada una de las incursiones en la obra magna de nuestra literatura es un recuerdo de su consistencia estructural, de su poética barroca y de esa profusión filosófica sobre las cuitas de la Edad Moderna; desde la duda cartesiana hasta el cuestionamiento del dios todopoderoso (podemos recordar la fantástica propuesta de Carles Alfaro hace un par de temporadas). Vuelve Helena Pimenta con la obra que tanto éxito le dio cuando puso a Segismundo en la piel de Blanca Portillo. Ahora se despide de la Compañía Nacional de Teatro Clásico ―con honores―. Que retome la versión de Juan Mayorga (muy ajustada en los tiempos para lograr un brío enérgico y satisfactorio) con los jóvenes de la Compañía, es una apuesta firme por adentrarse en vericuetos complejos. La función, desde luego, es muy atractiva visualmente, y es debido al espacio escénico que Mónica Teijeiro ha imaginado. Porque la sala Tirso de Molina, en la quinta planta del Teatro de la Comedia, está resultando en estos pocos años que lleva activa como un lugar bien versátil; y así se da muestra de ello en este montaje. Se aprovechan al máximo las alturas: Rosaura corretea en su huida por las pasarelas que permiten colocar los focos a los técnicos, Segismundo aparecerá por un recoveco central y el elenco al completo se adentrará por cualquier esquina sobredimensionando las perspectivas. El conjunto es sencillo, pues los elementos con los que se juega son mínimos: apenas un piano y una cortina de láminas traslúcidas en el fondo. Sigue leyendo

El castigo sin venganza

Helena Pimenta dispone con una estética repleta de sobriedad esta cruenta tragedia del Lope maduro

Foto de Sergio Parra

Más allá de las grandes virtudes que atesora esta tragedia de madurez escrita por Lope de Vega allá por 1631, está la cuestión de crear un montaje modernizado en el que se pueda justificar el terrible final. En la propuesta de Helena Pimenta, con la aceptable versión de Álvaro Tato, quien ajusta atinadamente la función a la hora y cuarenta minutos, nos deleitamos con una estética austera. La escenografía de Mónica Teijeiro insiste en la oscuridad y en una negrura únicamente aliviada por la frescura de Casandra, cuando la iluminación de Juan Gómez Cornejo nos da un alivio. Detalle fantástico es el espejo que cuelga para mostrarnos eróticamente a los dos amantes yaciendo y cumpliendo el incesto. Nos recuerda, claro, a los espejos que aparecen en la mirada de Sanzol sobre Luces de bohemia, y que, vía esperpento, dialoga con ese famoso parlamento del Duque de Ferrara: «…que es la comedia un espejo / en que el necio, el sabio, el viejo, / el mozo, el fuerte, el gallardo, / el rey, el gobernador, / la doncella, la casada, / siendo al ejemplo escuchada / de la vida y del honor, / retrata nuestras costumbres, / o livianas o severas, / mezclando burlas y veras, / donaires y pesadumbres?». Sigue leyendo