El cómico redunda en su visión de la vida a través del análisis del Anfitrión de Plauto y su relación con los dioses. Y, también, su propio camino espiritual hacia la contemplación «de la luz interior»
La recursividad se impone en la sucesión de sus últimos trabajos y unos se imbrican en otros. Hasta tal punto ocurre así, que sus admiradores se regocijan con la serie de chistes y de anécdotas que nunca faltan. Esto puede provocar cierta pesadez, cuando uno ya atesora una buena colección de obras como espectador y siente que el efecto sorpresa se diluye. Pero su oficio va de eso. Justamente, en Los dioses y Dios el argumento se torna más elusivo que nunca; pues, en realidad, nos quiere descubrir las técnicas interpretativas de la tradición a la que él se adscribe. Ya sabíamos de su fervor por Darío Fo; aunque ahora nos desgrana, a través de Plauto, cómo ciertos gestos, ciertas bromas y burlas fueron recogidas de individuos peculiares, callejeros y rufianescos, para introducirlos en las atelanas (pequeñas farsas del siglo II a. C.). Sigue leyendo