Yolanda García Serrano y Juan Carlos Rubio nos destinan a un intenso encuentra entre Pau Casal y un oficial nazi
La medida concisión y el clímax que se nos propicia en el desenlace estructuran un proyecto que tiene todos los ingredientes para alcanzar el éxito de ese espectador serio y maduro que tanto anhelan ciertos dramaturgos y directores. No negaré las virtudes del texto firmado por Yolanda García Serrano y Juan Carlos Rubio; pero el riesgo y la complejidad artísticos apenas se concitan. Cuando una obra lleva el nombre ‘Hitler’, uno ya sabe que la lucha frente al mal supremo, simbolizado en este dictador, será la razón de ser. Ahora, el montaje al que asistimos, con toda una Sala Roja Concha Velasco a rebosar, nos usurpa un coherente conflicto. Es decir, en cualquier otro esquema dramático o cinematográfico al uso, la duda, la cuita, la posibilidad de una pérdida flagrante o, incluso, dejarse la vida aparecen en algún momento de manera acuciante. Sigue leyendo
Cuando en 2020 Rodrigo Sorogoyen presentó su serie Antidisturbios las polémicas se sucedieron. Desde algún sindicato de policía afirmaban que se «manchaba» la imagen del cuerpo. Otros sectores de la sociedad sostenían que se blanqueaba las acciones de estos hombres «humanizando» sus problemas sicológicos y familiares. Ahora, Antonio Morcillo López, al que habíamos conocido en 
Resultará inevitable para gran parte del público al que va destinado concretamente este espectáculo identificar ipso facto la voz de Carlos Hipólito con la del narrador de Cuentáme cómo pasó. Son demasiadas temporadas y, además, el actor trae a este montaje unas formas que tienen que ver mucho con un contador de historias. Su alocución se recrea con cierto deleite con las frases y con las palabras para que se suspendan en el aire como si esto fuera el radioteatro que tanto abundaba antaño, y que él mismo ha practicado en eventos especiales en los últimos tiempos. Ahora, ¿por qué debería interesarnos un montaje así, donde Gerardo Vera dejó escrito un texto sobre su juventud? Por un lado, porque reproduce parte de esa posguerra de los vencedores, y eso ya conlleva cierta originalidad en nuestra época; y, por otra parte, porque resultan atrayentes algunas de las peculiaridades que lo destinaron al mundo del espectáculo. 

Posiblemente a Michael Frayn le interesó enfocar el dilema ético sobre los avances científicos a través de Heissenberg y su Teoría de la incertidumbre; porque esta le venía excelentemente como metáfora para encarar un asunto que hoy posee gigantescas reverberaciones; tantas, que algunos transhumanistas ya le ponen fecha de extinción a nuestra especie para alumbrar la siguiente. Ahí es nada. Lo cierto es que Hiroshima y Nagasaki fueron «fechorías» pergeñadas por los estadounidenses y que las investigaciones de Oppenheimer y el proyecto Manhattan resultaron expeditivas. Pero, Copenhague, estrenada en 1998 ―también contamos con una versión cinematográfica realizada para la televisión en 2002― pretende habilitar un discurso filosófico sobre las decisiones trascendentales del científico que, como humano, discurre más allá del laboratorio y que es consciente de que el paradigma puede cambiar radicalmente. Seguramente si es conveniente volver a esta obra es porque es necesario recordar que en la próxima ocasión el daño será realmente irreversible. Es más, podemos llegar a pensar que aquel fatídico final de la Segunda Guerra Mundial fue el ejemplo que la humanidad requería contemplar para cuidarse de la hecatombe que nos autodestruya definitivamente. El caso es que Claudio Tolcachir ha recogido el testigo, y sin realizar una apuesta arriesgada ―desde luego, todo es muy comedido―, ha fraguado un montaje que técnicamente no tiene tacha, que resulta satisfactorio, adecuado y tan conciso como le permite el texto.