Magia

Emilio Ruiz Barrachina adapta y dirige esta comedia de Chesterton, donde se dirime entre la razón y la religión la posibilidad de lo sobrenatural

Si por algo vale esta obra que Chesterton estrenó en 1913, provocado por G. Bernard Shaw, es por las ideas que se ponen sobre las tablas. Ahora, encajarla en el marchamo de la «comedia fantástica» podría recordarnos a esos juegos teatrales que acometió en su momento Jardiel Poncela con aquello de Un marido de ida y vuelta. Aquí no llegamos a ese punto de absurdez; pero lo que observamos es raruno. Sigue leyendo

Aristócratas conversos

José Andrés López de la Rica ha escrito y dirigido una astracanada sin gracia sobre unos nuevos ricos venidos a menos

Aristócratas conversos - FotoSi una obra de esas que se tildan de veraniegas (refrescantes y todo eso), de esas que no pretenden asfixiarse con honduras, porque el cerebro está refrito por las altas temperaturas, lo menos que puede hacer es gracia. Una comedia que aburre, donde no se escuchan las carcajadas, donde nos vamos a negro al finalizar cada una de las escenas (para recolocar un poco el atrezo, en la mayoría de los casos sin necesidad), difícilmente puede lograr algún éxito. Entiendo que muchos espectadores cautivos se dejarán seducir por el efecto halo, y concluyan que si Corta el cable rojo es divertido, atractivo y no sé qué más, pues lo que haga esta gente cumplirá definitivamente las expectativas. Pero, claro, construir una pieza «convencional» exige una estructura diferente a la empleada en la esfera de la improvisación.

Solo desde la distancia irónica se puede elaborar hoy una astracanada; puesto que, en sí, ese subgénero no es suficientemente irrisorio en cuanto que el referente, ya sea una materia medieval romantizada o, como en este caso, los enredos aristocráticos a la manera más anglófila, se nos escapan en el tiempo. Hoy nuestra nobleza se bandea entre las correrías de un monarca en el exilio y una pija griñonada que hace tertulia en prime time. Si no anhelamos acudir a la pleitesía que le hemos concedido los españolitos a los fastos de los Windsor, entonces no queda más remedio que exprimir hasta el ridículo a estos desdichados protagonistas. Provocar mofa con unos parvenús va a demandar un acusado contraste entre los auténticos adinerados y los que carecen de prosapia reconocida. Unos tendrán altivez y manejarán códigos sutiles, y los otros resultarán groseros por más que intenten estar a la altura a cada instante. Si se van al desastre, más se les notarán las costuras.

Creo que una obra de referencia, si no queremos recurrir a la consabida La venganza de don Mendo, es Páncreas de Patxo Telleria, que se estrenó en 2015. También usaba el verso, se envolvía de un aire satírico de ranciedad y contaba con una comicidad macabra muy convincente. Por el contrario, apenas se encuentra en el texto de José Andrés López de la Rica algún atisbo de originalidad. El argumento es tan consabido y simple que se cae en el tedio rápidamente, pues, sin ingenio versal, lo que se cuenta no nos atañe. Que si estos nuevos ricos se han arruinado es un tópico que viene de lejos y que, si la solución al entuerto pudiera ser rocambolesca y hasta peculiar, aquí se traza con muy poca destreza. Y es que la hija, una Mireia Zalve creíble, se ha iniciado en la pintura, abstracta y figurativa —unos engendros que, en ciertos círculos, podrían colar por aquello de no perderse un objeto exclusivo—. Uno se imagina el verano en Sotogrande, en alguna de esas exposiciones variaditas que procuran captar a los clientes de alto copete, a quienes, por supuesto, se les podría dar gato por liebre. Aquí no se llega ni a ese punto; porque falta sagacidad y enseguida se resuelve el asunto. El autor se pierde por otros vericuetos de insignificante solvencia como darle cabida al hijo, interpretado por Álvaro Larrán con sobriedad, quien parece que está buscándose la vida como un tipo corriente. Sin embargo, del antagonista, del duque, un Jesús Cabrero lógicamente estereotipado, que debe caer en la trampa, está expuesto con unas cuantas pinceladas. Al que sí se exprime es a Juan Carlos Martín, que es el mayordomo, y, como suele ocurrir en estas comedietas, aporta el toque bufonesco y crítico, sotto voce, apuntalando la estupidez de sus señores con requiebros llenos de picardía. Que además de este perfil, más que suficiente, se le concedan un par de interludios del todo sobrantes en un montaje al que pide ritmo, es abusar del único personaje que tiene algo de fundamento. Ver al hombre sentado leyendo unas cartas que nos retrotraen a espectáculos televisivos de hace muchas décadas (ojalá hubiera sido tan chistoso como Gila), con un humor ruralista y bucólico a partes iguales, no deja de ser un paréntesis sin entidad. Luego, además, este sirviente se disfraza de entendido en arte, para dar el pego en la vernissage de la muchacha; y así conseguir las ventas suficientes para tomar oxígeno antes de la ruina. Pensaba en aquel célebre capítulo de El príncipe de Bel-Air en el que el mayordomo se envestía de estrafalario y bohemio poeta, aquel Raphael de la Guetto, que también ripiaba para que los «entendidos» cayeran rendidos con sus «carambolas». Humorada que reverbera aún en la generación correspondiente y que me sirve para compararla con lo que se observa en las tablas. Aquí no se va al fondo como para descacharrarnos, mientras disfrutamos de los absurdos comentarios sobre los diferentes estilos pictóricos.

Sí que posee esta propuesta algún momento digno de mención, que nos haría pensar en algo más atrayente, como esa escena del primer acto, cuando el matrimonio al tris del desahucio lanza la retahíla de sus calamidades inversoras, llevando la obra hacia una actualidad más acuciante. La lástima es que, tanto Carlos Chamarro como Yolanda Vega, están demasiado estáticos en sus diálogos.

Lo cierto es que el verso no fluye en unos intérpretes que, en general, no parecen dominar el metro. El texto está sobrecargado de ripios, de insistentes ripios que aspiran a entretenernos rimas forzadas. Mucho octosílabo que debería ser vivaz; pero que tendría que combinarse con otras extensiones silábicas para que la historia avanzara sin tener que remarcar el pareado consonántico. Es decir, se echa en falta pericia, agilidad y soltura tremenda. No haré escarnio de las entonaciones.

Aristócratas conversos es una función anticuada, sin fuste y dirigida con poca maestría. La comedia requiere una mayor vivacidad, máxime si el trasfondo no es, en absoluto, trascendente (no se percibe una crítica del esnobismo, del clasismo, del anticapitalismo de este sistema caduco de privilegios en la clase más alta, etcétera) y, sobre todo, en un mundo de percepciones aceleradas como el nuestro.

Aristócratas conversos

Autor y director: José Andrés López de la Rica

Intérpretes: Carlos Chamarro, Jesús Cabrero, Juan Carlos Martín, Yolanda Vega, Mireia Zalve y Álvaro Larrán

Teatro Fígaro (Madrid)

Hasta el 19 de agosto de 2023

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El castigo sin venganza

Helena Pimenta dispone con una estética repleta de sobriedad esta cruenta tragedia del Lope maduro

Foto de Sergio Parra

Más allá de las grandes virtudes que atesora esta tragedia de madurez escrita por Lope de Vega allá por 1631, está la cuestión de crear un montaje modernizado en el que se pueda justificar el terrible final. En la propuesta de Helena Pimenta, con la aceptable versión de Álvaro Tato, quien ajusta atinadamente la función a la hora y cuarenta minutos, nos deleitamos con una estética austera. La escenografía de Mónica Teijeiro insiste en la oscuridad y en una negrura únicamente aliviada por la frescura de Casandra, cuando la iluminación de Juan Gómez Cornejo nos da un alivio. Detalle fantástico es el espejo que cuelga para mostrarnos eróticamente a los dos amantes yaciendo y cumpliendo el incesto. Nos recuerda, claro, a los espejos que aparecen en la mirada de Sanzol sobre Luces de bohemia, y que, vía esperpento, dialoga con ese famoso parlamento del Duque de Ferrara: «…que es la comedia un espejo / en que el necio, el sabio, el viejo, / el mozo, el fuerte, el gallardo, / el rey, el gobernador, / la doncella, la casada, / siendo al ejemplo escuchada / de la vida y del honor, / retrata nuestras costumbres, / o livianas o severas, / mezclando burlas y veras, / donaires y pesadumbres?». Sigue leyendo