Mañanas de abril y mayo

La adaptación de esta comedia de Calderón a cargo de Carolina África y con la dirección de Laila Ripoll resulta leve

Mañanas de abril y mayo - Foto de David Ruiz
Foto de David Ruiz

Previa a esta comedia, Calderón ya había demostrado su buen hacer con Casa con dos puertas mala es de guardar y con La dama duende, que son de 1629. Y esta que nos compete pudo haberse escrito en el 1632 o 1633. En cualquier caso, comparada con aquellas, esta es de una insignificancia apabullante; porque ningún personaje llega a comandar la acción como para que nos suponga un atractivo más complejo. Carolina África ya había acometido una modernización de similar calibre con la obra de Agustín Moreto El desdén con el desdén. En esta esta ocasión pienso que era más difícil salir triunfante, puesto que la disposición de nuestro dramaturgo áureo tampoco permite mucho recorrido como para que el asunto nos diga algo.

Al trasladar el tema y la estética a los años cincuenta del siglo XX se establece un equívoco conservadurismo a nuestros ojos. Lo que parece, por un lado, la expresión de lo que se empezó a llamar en el Barroco, «amor al uso», es decir, un devaneo, un flirteo, un hedonismo consistente en el juego de los amantes que pululan por aquí por allá, no deja de ser eso, algo muy lúdico, un simple agitamiento de los celos para que las relaciones recobren energía; termina por ser algo bastante convencional y nada transgresor. Es todo tan ligero y bobalicón que nada de lo ocurre implica el menor riesgo. Y ni quiera, como ocurre en la referida La dama duende, contamos con un criado que nos deleite con su peripecia bufa. Aquí Guillermo Calero que se encarga de Arceo, nos parece más un patán algo grosero, que intenta asimilarse a un galán más, cuando intenta conquistar a doña Lucía, interpretada por una Nieves Soria jovial y resolutiva. Luego, como vemos en el preámbulo, el don Pedro de Juan Carlos Pertusa, no sale bien parado, pues es un rol incongruente. Le falta consistencia y hasta hombría. Es el encargado de ocultar a su amigo don Juan, y de echarle una mano en su entuerto. Este lo hace con esa donosura que ha magnificado en otras ocasiones (tantos clásicos ya en su haber), Pablo Béjar. Un actor que le infunde chulería a su papel; no obstante, se ve perdido en sus celos; porque ha visto a su amada con otro hombre con quien no ha tenido más remedio que enfrentarse a muerte. De todo esto nos enteramos de oídas; puesto que aquí la tensión se reduce a lo mínimo.

El equilibrio que se da entre las féminas y los caballeros da para que ninguno se sobreponga en el conjunto de la pieza; aunque, por momentos, Alba Recondo se lleve el protagonismo con la exageración de sus mohínes, tan bien acompasados por esta actriz tan espléndida y que me parece que siempre está muy atinada con su soltura escénica. Su doña Ana también juega a eso del jugueteo celoso y está graciosa; pero más porque se ha visto envuelta en un enredo que ni le iba ni le venía, pues ha sido confundida por otra. El que se equivoca, con gusto, es don Hipólito, un José Ramón Iglesias bastante ganso, chistoso y desenfadado, que se maneja estupendamente en estas lides —recuérdenlo en Entre bobos anda el juego—. Un cortesano que necesita divertirse conquistando a las damas, mientras la legítima lo va trampeando. Y es que ese es uno de los cometidos de doña Clara, quien se denomina «vengadora de las mujeres». Ana Varela, que es una de las intérpretes que se desenvuelve mejor cantando, posee uno de los personajes más equilibrados y serios. En claro contraste con su sirvienta Inés, que nos deja a una Sandra Landín histriónica, que sabe dotar de agilidad y, sobre todo, de bastante liberalidad a su personaje.

Ciertamente, no hay nada más; aunque sí hay algo menos, y son los bailecitos. Esto no es La La Land y el elenco —no sé quién ha pergeñado la coreografía— pues no sale muy airoso. Claro que algunos tienen más ritmo; pero a otros (me ahorro los hombres, quiero decir, los nombres) directamente carecen de dotes. Que sea una comedia desenfadada no quita para que, si no se puede acometer cierto número musical, pues no se acometa. Luego, está la escenografía que, para representarnos el abril y el mayo, y los paseos por el parque, pues resulta que Arturo Martín Burgos ha decidido que todo el colorido que suponemos que brota en esa pantalla del fondo, este velado durante toda la función y lo que percibamos sea un blanco ceniza. El colorido —absolutamente necesario— sí que sobresale en el vestuario idóneo y muy cuidado de Almudena Rodríguez Huertas. Principalmente, resultan muy vistosos los modelos que luce Ana Varela, con una sobrefalda florida que combina con elegancia con el sombrero que le sirve para ir de «tapada» en sus coqueteos.

Laila Ripoll debía estar segura de que buscaba el divertimento para ir encauzando el final de temporada; pero este montaje da muy poco de sí. Poca enjundia, mucha levedad en los entuertos y apenas hondas preocupaciones que resolver de un caso de enredos que termina de esas formas tan absurdas de tantas comedias áureas. Si se traía a la contemporaneidad, bien hubiera estado algo más lógico entre tanto emparejamiento impetuoso.

Mañanas de abril y mayo

Autor: Calderón de la Barca

Versión: Carolina África

Dirección: Laila Ripoll

Reparto: Pablo Béjar, Guillermo Calero, José Ramón Iglesias, Sandra Landín, Juan Carlos Pertusa, Alba Recondo, Nieves Soria y Ana Varela  

Ayudante de dirección: Héctor del Saz

Diseño de escenografía: Arturo Martín Burgos

Ayudante de escenografía: Paula Castellano

Diseño de vestuario: Almudena Rodríguez Huertas

Ayudante de vestuario: Pablo Porcel

Maquillaje y peluquería: Paula Vegas

Diseño de iluminación: Luis Perdiguero

Ayudantes de iluminación: Lidia Hermar y Juanjo H. Trigueros

Videoescena: Emilio Valenzuela

Música y espacio sonoro: Mariano Marín

Músicos:  Saxos y trombón: Luis Mari Moreno ‘Pirata’.  Batería y percusiones: Steve Jordan

Gerencia: Yolanda Mayo

Producción y equipo técnico: Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa

Productor ejecutivo: Joseba García

Ayudante de producción: Isabel Romero de León

Una producción del Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa en colaboración con Teatro de Malta y el festival de Teatro Clásico Castillo de Peñíscola

Teatro Fernán Gómez (Madrid)

Hasta el 14 de mayo de 2023

Calificación: ♦♦

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El viaje

El segundo volumen de Las crónicas de Peter Sanchidrián no consigue sobredimensionarse y deambula sin suficiente gracia

Foto de Vanessa Rabade

Si uno acude a ver el segundo volumen de Las crónicas de Peter Sanchidrián, lo mínimo que se espera es que el tono, el ritmo y el ambiente sean parecidos; y que la diversión sea similar. Pero lo que nos encontramos en esta ocasión es algo verdaderamente decepcionante y, lo que es peor, aburrido. Y a falta de razones de mayor trascendencia, si no hay risa, tampoco habrá buen sabor de boca. Jose Padilla parece haber perdido fuelle o haberse olvidado de que la primera parte era un chispazo permanente, y de que la sorpresa estaba a la vuelta de la esquina constantemente. Se puede afirmar que a El viaje le sobra media hora o, incluso, más. Para quien no esté al tanto, la estética del cómic, del pastiche, de la historieta irónica de ciencia-ficción están presentes en la cabeza del millonario filántropo Pedro Sanchidrián (a.k.a. Peter Sanchidrián), el cual se ha extraviado en el espacio sideral; aunque su imaginación vuela para que sus compañeros «disfruten» con una serie de peripecias. Todo resulta moroso, desde el prólogo, donde C.R.I.S.T.I.N.A., el ordenador de a bordo, nos da cuenta de la situación en la que se encuentra la nave (y otras); y toda una serie de detalles absolutamente excesivos ― sobre todo, porque no calientan la atmósfera y no provocan un clímax propicio― hasta las diferentes piezas que componen el espectáculo. A todo ello, el marco narrativo, con Cristóbal Suárez haciendo de comandante (sabrá que apenas les quedan dos días de oxígeno), cuando se topa con el vehículo (La Vorga) de Pepe Viyuela, que hace de Oleg, un tipo avieso que quiere aprovechar la oportunidad y que debería ser, hemos de suponer, quien sostuviera humorísticamente la propuesta (al menos para que alguien sustituyera en ese sentido a Juan Vinuesa, que aquí solamente aparece en imágenes). Sigue leyendo

La judía de Toledo

Laila Ripoll versiona con insuficiente ambición esta desconocida obra de Lope de Vega

El acontecimiento teatral del siglo XVIII fue La Raquel de Vicente García de la Huerta, una tragedia basada en una leyenda castellana sobre la judía amante de Alfonso VIII. Sobre el mismo tema ya había escrito el mismísimo Lope de Vega con el título de Las paces de los Reyes y judía de Toledo, publicada en 1617. Desde luego, ya podemos afirmar que no es el mejor texto del Fénix, principalmente por las incoherencias estructurales entre el primer acto y los otros dos. De hecho, el planteamiento es resuelto por la versión de Laila Ripoll con una extensa contextualización en vídeo, donde comprendemos que nos hemos de trasladar a los años 60. Se establece un «juego» con imágenes del NO-DO en las que aparece Franco, por supuesto; pero también Fabiola y Balduino, que se utilizan para narrar el enlace entre Alfonso VIII (1155-1214) y Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Pero el meollo del asunto radica en el súbito enamoramiento del rey de una judía llamada Raquel que encuentra un día en la orilla del río y con la que se recluirá siete años en un castillo hasta que todo se finiquite por las bravas. A mitad de camino entre la historia de amor fronterizo y el thriller político, en un pim pam pum (fuego) se deshace el nudo. Sigue leyendo