Violencia

Diego Garrido lleva a las tablas la película Mass, del director Fran Kranz, donde se dirime la culpabilidad de los padres de un joven asesino

Violencia - Foto de Marcus RicoCualquiera que haya visionado Mass, la cinta que Fran Kranz presentó en 2021, tiene mucho de teatral; pues no deja de ser un drama de situación, un encuentro amarguísimo entre las dos parejas, de padres y de madres, en una habitación. Parecía más que razonable adaptarlo a las tablas como ha realizado con elegancia y buen tino Diego Garrido, quien se pone por primera vez al cargo de la dirección. Él mismo también comanda y propicia esta reunión; aunque la mayor parte de los minutos se mantendrá fuera. Creo que merece la pena atender a toda una serie de diferencias culturales que tienen peor encaje con nuestra sociedad para el tema que nos compete. Trasladar la realidad estadounidense a España implica considerar que, por muy occidentales que nos consideremos, sus bases protestantes nos deben chirriar.

Nos encontramos en un lugar que debe resultar neutro, las dependencias de alguna institución. En el film, por ejemplo, se hallan en una sala perteneciente a la Iglesia Episcopal en Idaho. Es un hecho significativo. Los padres de un joven que ha matado a varios muchachos de un instituto ─muerto él mismo─ acuden allí para enfrentarse a los progenitores de uno de los asesinados. Ha pasado algo de tiempo, el revuelo ha sido máximo, las filtraciones más escabrosas a la prensa han sido múltiples y nosotros vamos, en ese in medias res, a comprobar cómo los ánimos se han serenado levemente; aunque las heridas aún supuren bilis.

Ya que afortunadamente en nuestro país no ocurren estas atrocidades, me parece más asimilable a los encuentros entre etarras y víctimas, de las que hemos sabido por los periódicos, por reportajes televisivos y por la película Maixabel. A mí, en todos estos planteamientos, me interesa resaltar las cuestiones religiosas (Mass, además, significa ‘misa’), el protestantismo (los vascos tienen su propia veta pietista) que, por falta de contexto, se nos escapa en la esfera teatral. Pero es que se habla de culpa, se sondea la redención, el pecado y hasta la consideración del mal. ¿Dónde está en estos acontecimientos Dios para evitar la pérdida de inocentes? Insisto, pienso que un espectador americano, da esto por supuesto; mientras que nuestra fulgurante secularización nos sitúa en un territorio más inverosímil. Hay códigos sutiles que no terminan de funcionar en este sentido. Funciona, si se quiere, que Ignacio Mateos, quien interpreta al padre del asesinado, se haya acogido al activismo político ─durante unos instantes el debate se fundamentará en las quiebras de la Seguridad Social, en las consabidas carencias en la atención a la salud mental de los ciudadanos─. O sea, su visión, interesante, izquierdista (podríamos decir), idealista, algo ingenua, está en clamar contra el sistema, contra el capitalismo. Un roussoniano, de tantos que nos acechan hoy en día (vía USA, claro), que están convencidos de que los seres humanos somos buenos por naturaleza (el Señor nos creó así) y que es la sociedad (tan obcecada en los beneficios económicos) la que nos corrompe. El actor procede con mucha medida, dando soporte a su esposa, más entero, más convencido de que sus «enemigos» no están delante de ellos, sino fuera. Su mujer nos deja a una excelente Cecilia Freire, quien domina la compunción y la rabia. Es la más creíble en su dolor, en esa impotencia de verse abocada a una situación que ha requerido un enorme esfuerzo. Ella exige culpa. Esta es, quizás, la clave interna de esta propuesta. Requiere información. Necesita saber que esas personas realizaron sus papeles de cuidado y de educación de manera correcta, que no fueron unos negligentes. Anhela un porqué preciso de algo que ni los más avezados criminalistas son capaces de aseverar. El mal, como hemos observado en otras obras que han trabajado esta cuestión tan escurridiza, surge de improviso, se configura con las circunstancias emplastado con la genética y el azar hacer su tarea oscura.

Afirma la filósofa Ana Carrasco Conde: «El mal se hace profundo cuando no solo no hay empatía, sino una manifiesta apatía». Por aquí discurre la otra parte. A Jorge Kent le ha tocado el papel de tipo más serio, más silencioso, capaz de revelar datos más terribles. Alguien trajeado, que ha venido en avión desde el lugar donde ahora vive. Su hijo era su amigo, sostiene. Intenta sortear los temas más insondables; sin embargo, entra al trapo cuando el aspecto político le concede una justificación a su caso. Parece inquietante su mera presencia. Muy distinta se muestra Esther Ortega. Su carácter es bastante complejo y lo resuelve con excelencia y precaución. Una mezcla confusa de comprensión y de angustia. Ella también ha perdido a un ser querido; no obstante, le dio un mal trato en vida. Era un chico tímido. Casi no se relacionaba. Jugaba mucho a los videojuegos. Un cambio de casa. Y todo un etcétera, donde la obra ya trabaja el thriller para que el público especule. Resulta un tanto repetitivo y hasta tópico. Luego, el asunto mejora cuando la emotividad alcanza su cénit. Todos buscan la redención para liberarse de ese sumo dolor.

El director ha pretendido poetizar con buen gusto un montaje que, por momentos, se queda atrapado, como si diera vueltas sobre sí mismo. La aparición de un niño de unos ochos años, Abel de la Fuente ─un tanto joven para representar a los fallecidos; pero idóneo para señalar esa beatitud esperable por los protagonistas─ nos permite liberar tensiones con su sencilla danza y la música al piano, para así concluir con algo de calma.

Violencia

Autor: Fran Kranz

Director: Diego Garrido

Intérpretes: Esther Ortega, Cecilia Freire, Jorge Kent, Ignacio Mateos, Diego Garrido y Abel de la Fuente

Diseño de luces: David Picazo

Diseño de escenografía: Diego Garrido

Diseño de vestuario: Conchi Espejo

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 15 de noviembre de 2024

Calificación: ♦♦♦

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