Ariadna Gil encarna con virtuosismo a la protagonista de la famosa novela de Charlotte Brontë en el Teatro Español
En el montaje que podemos disfrutar en el Teatro Español se pueden distinguir dos aspectos de máxima importancia para valorar en su justa medida la propuesta de Carme Portaceli y de Anna Maria Ricart. En la parte visual, la estética se aleja del naturalismo que nos debiera trasladar a los paisajes ingleses, a la pertinaz lluvia y a esas grandes mansiones de la burguesía que va tomando posiciones a lo largo del siglo XIX. Con la escenografía de Anna Alcubierre uno puede regocijarse con su serenidad, con el minimalismo y con esa austeridad que se pretende transmitir (todo un exceso que no corresponde con el victorianismo), cuando el vestuario de Antonio Belart marca con recalcitrante negro y oscuridad talar a todos esos individuos, en principio, anónimos. ¿Nos hemos trasladado a la Suecia de Bergman y de Ikea, o de signo pietista? Esta estética está al servicio del arte en el sentido de que nos invita paradójicamente a la claridad de los personajes, casi despojados de cualquier reducto de lujo que los signifique en su verdadera clase social. El igualamiento es preponderante. Así que es un gusto templado la contemplación del espectáculo, al que se le suma la música en directo, como si fuera una banda sonora a la antigua usanza, promovida por Clara Peya, con momentos de indiscutible delicadeza al piano y un sutil vigor con la compañía de Alba Haro al violonchelo. Además de ello, la dirección de Portaceli favorece unos movimientos y unas transiciones coreografiadas por Ferrán Carvajal realmente dinámicas que logran trazar el itinerario vital cohesionadamente. Pero ahora vayamos al contenido, al meollo del asunto, y a ese empeño por percibir feminismo de cualquier pequeña contestataria que sirva de ejemplo. Lo ideal para comprender si esta versión aporta algo o si merece la pena llamarse Jane Eyre, es leer la novela (también es recomendable la adaptación cinematográfica de Cary Joji Fukunaga. Recordemos que esta autobiografía ―el gran acierto de Charlotte Brontë es situar a su malhadada huerfanita como narradora, lo que dispone sus posibles errores de comprensión de los mundos en los que debe encajar― relata la vida de una niña que es maltratada por su tía y sus primos. Ella es una ávida lectora y pronto demuestra su genio, y su capacidad de resistencia. Su carácter irreductible la lleva con nueve años a ingresar en Lowood, un colegio donde permanecerá interna durante casi un decenio. Allí conocerá lo que es la rectitud y el castigo (también la enfermedad y la muerte de una amiga). Se topará con el director, Blocklehurst, un hombre vesánico que aquí interpreta de una forma levemente caricaturesca Jordi Collet (me parece mucho más atinado luego, como Mason). Después trabajará como institutriz ―tendrá a su cargo a Adèle (a cargo de Magda Puig, quien se multiplica con solvencia en multitud de papeles)― en Thornfield , un lugar dirigido por el pragmatismo y el secretismo de la Sra. Fairfax, una Pepa López, que saca gran partido de todas sus intervenciones con temple (igualmente en los otros caracteres que encarna, como el sufrimiento de la tía Reed en su estertor). El dueño es el señor Rochester, un cuarentañero que no ha formado una familia y que parece tener un comportamiento algo cambiante. Tengo que reconocer que Abel Folk, a pesar de su buen hacer sobre las tablas, configura un personaje que me despista en su tono; porque parece un tanto sobreexcitado, impulsivo y extrañamente atraído por una chica que resulta ser poca cosa. Es el gran quid de la obra y sobre el que merece la pena detenerse a reflexionar. Por una parte, se argumenta acerca del binomio inteligencia-belleza. Por lo visto, ambos no son muy agraciados (Jane, supuestamente nada) y, entonces, la inteligencia es su punto fuerte, es el indudable elemento de atracción (no hablamos de ese consabido concepto romántico de nuestros días consistente en valorar a alguien por su interior). La duda que se genera en la obra es si de verdad Rochester está enamorado; pues resulta que, en realidad, está casado desde hace quince años con la hermosa (pero loca), Bertha. ¿No sería buscar la seguridad en lugar del apasionamiento erótico? Lo cierto es que el argumento en su extensión y en su enrevesamiento da para mucho. Tanto es así que aún queda otro destino antes del desenlace. La protagonista, atormentada al saber que no puede casarse, huye sin rumbo entre la lluvia (la asepsia de la puesta en escena nos distancia bastante de la pesadumbre y de la inclemencia). Finalmente, llega a casa del St. John, un joven pastor que, además, la pretenderá como esposa para que viaje con él a la India. Este lo acoge Joan Negrié con una extravagante mezcla de clemencia y de furia impotente ante las pegas de la señorita Eyre, que lo lleva a exclamar algunas frases irrisorias y algo ridículas. Ciertamente, el desarrollo de los roles masculinos no está tan fraguado como debiera, ya que no ofrecen una cobertura pareja al papel principal. Ariadna Gil, por el arte de la magia teatral, pergeña una actuación sublime; y, eso que, con ella debemos hacer un acto de imaginación importante. Cómo una mujer que frisa los cincuenta años nos «engaña» y nos seduce para convencernos de que apenas llega a los veinte. Su compunción es extraordinaria; el patetismo es medido y sus tímidas muecas de alegría, son dignas de una fervorosa agradecida a Dios (aunque sea una función poco religiosa). La actuación de la actriz es la que auténticamente moderniza la obra, al situarse como una sufridora zarandeada por un contexto hostil. No se le puede negar a Jane Eyre la astucia y el pundonor; pero tampoco se nos puede vender como una heroína. Las circunstancias mandan y las herencias (como se verá) empoderan que da gusto (bien lo sabía Virginia Woolf). Ahora que, si es necesario ver también aquí un ejemplo de feminismo; entonces habrá que considerar que las miradas sesgadas se complacen con cualquier atisbo de libertad. Pero recordemos que se pliega sumisamente al cuidado de su marido. En fin, que cada uno juzgue lo que crea adecuado.
a partir de la novela de Charlotte Brontë
Adaptación: Anna Maria Ricart
Dirección: Carme Portaceli
Reparto: Jordi Collet, Gabriela Flores, Abel Folk, Ariadna Gil, Pepa López, Joan Negrié y Magda Puig
Música: Alba Haro (violonchelo), Clara Peya y Laila Vallés (piano)
Diseño de luces: Pedro Yagüe
Escenografía: Anna Alcubierre
Vestuario: Antonio Belart
Caracterización: Toni Santos
Iluminación: Ignasi Camprodon
Coreografía: Ferrán Carvajal
Audiovisuales: Eugenio Szwarcer
Sonido: Igor Pinto
Música original: Clara Peya
Ayudante de dirección: Judith Pujol
Ayudante de vestuario: Maria Albadalejo
Ayudante de escenografía: Judit Colomer
Una producción del Teatro Lliure
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 21 de octubre de 2018
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Jane Eyre”