Una comedia vitriólica sobre las cargas sociales de las familias burguesas en nuestra contemporaneidad
Viene como una pequeña vuelta de tuerca a las comedias de situación, aunque la televisión hace mucho tiempo que entrega sarcásticas series con sus dosis de cinismo y de violencia más que aceptable e, incluso, si nos detuviéramos a deconstruirlas minuciosamente, superarían con creces lo políticamente correcto. Ahora mismo, por ejemplo, La que se avecina cumpliría perfectamente los parámetros de crítica social soterrada por un humor que no se anda con contemplaciones. A este éxito televisivo se le añaden cantidades ingentes de webseries y de sketches en YouTube que sencillamente desactivan las etiquetas «postdramaturgia» o «nueva dramaturgia alemana» (en este caso). No es más que otra etapa de la comedia americana que se lleva viendo en los hogares desde los años sesenta y que se alimenta de la comedia burguesa que llenaba los teatros estadounidenses desde principios del siglo XX. Dicho esto, Pieza plástica parte de un texto escrito por Marius von Mayenburg en el que destaca fundamentalmente la predisposición hipócrita de los personajes, plantados como muñecos tipo Barbie, que se enfrentan al público frontalmente, con un hieratismo insolente, como verdaderos vendedores de la teletienda sacando a relucir las virtudes de su modélica familia. Es decir, su verborrea infinita, su autodescripción inverosímil, no es más que la declaración de la hecatombe que todas las familias de clase media sufren para conservar su status. Demuestran que no existe el término medio, que es todo o nada. Que sostener ese ritmo de vida implica consumir todas sus horas vitales, aunque eso suponga, a la postre, perder la libertad y todo aquello que esencialmente justificaría una existencia feliz. La descomposición y derribo de esta aparentemente férrea unidad es grabada con su cámara por el hijo único, un adolescente casi abandonado, que aprende de lo que ve, mientras diseña la forma de obtener cariño. Debo reconocer que el comienzo es fulgurante. En el escenario nos encontramos con cinco puertas de vaivén a las que se suma una gran pantalla donde se emiten en tiempo real las tomas videográficas del muchacho. El juego de entradas y salidas propio del vodevil será un elemento característico de toda la función. Al inicio, a modo de proemio, contamos con las explicaciones estentóreas del matrimonio quienes, a velocidad argentina, exponen sus valores y sus inevitables estrategias para agarrarse a su nivel. Ella es Ulrike, trabaja como asistente de un artista, su carácter es vehemente y su rabia contenida ante un marido que está reduciendo a pánfilo, brota con una violencia física cercana a la lucha libre. Florencia Benítez desarrolla su personaje con enorme viveza; es, desde luego, la más sobresaliente. Es capaz de mantener el tono de principio a fin con una furia, desgarro y una insolencia irrisoria. A su lado, Miguel, un médico taquicárdico, dispuesto a quitarle horas al sueño, lucha a base de tortazos con su esposa; pero va con la lengua fuera, sin entereza. Aspira a trabajar para Médicos Sin Fronteras; pero sobre todo por razones existenciales, ya sea para limpiar su conciencia de pobre burgués o para escapar de un hogar asfixiante. Joaquín Berthold intenta seguir la velocidad de su compañera; aunque luce más cuando actúa por separado enseñándonos su miseria moral y su impotencia ante la falta de dotes competitivas como padre. Por otro lado, Haulupa se presenta como ese estereotípico artista excéntrico que ve arte por todos los lados, que cualquier ocurrencia es una obra maestra, que sus pajas mentales son en potencia auténticas genialidades del arte conceptual. Evidentemente, lo único que se materializa es la chorrada; eso sí, revelada como acontecimiento performativo de primer orden. Y ante todo conceptual, porque lo que este tipo está creando es un microcosmos que aspira a la transformación universal. Ya se sabe, bajo el marchamo del arte, todo cabe. Para ello, Julián Calviño se esfuerza en irrumpir con sus esperpénticas locuras, aunque le faltaría un punto de pulsión actoral, porque el ritmo es muy elevado y en ocasiones el tono se le va. Otro de los puntos de fuga es Jessica, una empleada del hogar, una «morochita», como ellos mismos le dicen, que termina transformada en pornochacha para beneficio del señor. Una criada que afirma no pensar y que debe soportar todo tipo de injurias y de trampas, mientras prepara su dulce venganza. El papel lo redondea con inteligencia gestual Daiana Provenzano, que exprime el acento caribeño y esa impostura de la clase social baja en un contexto de esnobismo repulsivo. Finalmente, Santiago Magariños se encarga del adolescente despreciado, modula excelentemente esa posición ambigua entre el niño caprichoso y el avieso estratega del gran observador. Es este el personaje que verdaderamente justifica el sentido y la originalidad de este espectáculo. Él representa la lección auténtica de todo lo demás; puesto que desemboca en un pastiche de atributos posibles con los que conquistar a todos esos adultos que parecen enfrascados en el interminable juego de las relaciones sociales de artificio perpetuo. En definitiva, Luciano Cáceres consigue dinamizar un texto que lingüísticamente se desfonda en sus propios mecanismos dialécticos; pero que contiene unas buenas dosis de crítica sobre los modos contemporáneos de nuestra sociedad de consumo. Se plasman las luchas de clase, las incomparecencias paternales y maternales, la vacuidad de algunos artistas transformados en mercachifles; y todo ello con un humor sarcástico que se disfruta a lo largo de la función y que le deja un buen sabor de boca al respetable.
Autor: Marius von Mayenburg
Dirección: Luciano Cáceres
Elenco: Florencia Benítez, Joaquín Berthold, Santiago Magariños, Daiana Provenzano y Julián Calviño
Escenografía: Agustín Garbelloto
Iluminación: Gonzalo Córdova
Vestuario: Ana «Chispy» Leiva y Julieta Harca
Asistente de dirección: Verónica Nicolai
Asistente de escenario: Héctor Bordoni
Producción ejecutiva: María Vélez
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 3 de julio de 2017
Calificación: ♦♦♦
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