Albert Salazar ofrece una interpretación enérgica al encarnarse en un adolescente normal que sufre racismo e intolerancia
Siempre la primera persona es un peligro para la credibilidad. El subjetivismo te puede hacer perder la noción de lo que es justo. Así nos ocurre cotidianamente cuando la prensa (y nosotros detrás) focalizamos casi en exclusiva nuestra atención en el relato de las supuestas víctimas y obviamos otros puntos de vista ―algo que no se puede permitir el mundo judicial―. ¿Es A.K.A. una obra destinada a un público adolescente o a uno adulto? Si va dirigida hacia el primero, aceptaremos que posee esa fijación de los directores por el ritmo y los mensajes directos y aclaratorios (que pueden ser desentrañados en debates postfunción con grupos de docentes) que obsesionan a los dramaturgos dedicados al género. Si va dirigida a los segundos, entonces la verosimilitud se desploma y la baza ganadora se reduce al trabajo extraordinario de su intérprete. Que no quepa la menor duda de que el joven Albert Salazar es una bestia escénica y de que tiene unas cualidades enormes para la actuación. Su espontaneidad y esa comodidad con la que se mueve en el escenario en la interacción fulgurante y encantadora con el público, nos hace pensar en un actor de larga proyección. Lo que nos encontramos es el fortín de cualquier quinceañero, un cuarto de wifi etéreo, altavoz supersónico, cachivaches frikis, monopatín retromoderno y las partículas de adrenalina que expele un tipo llamado Carlos. Debemos asumir que es de origen musulmán y que ha sido adoptado por unos padres españoles y que nos podemos imaginar que viven en alguna población catalana. La primera mitad de la obra es trepidante y el protagonista nos embauca con su electricidad. Un chaval que desde el principio tiene una rutina extremadamente marcada y repetitiva, y que nos sitúa en lo que realmente hace un chico de esta edad en nuestra época: ir al instituto, imbricarse en sus redes sociales (ahora toca Instagram), escuchar música (hip hop y sus aledaños pop con el trap) y quedar con los colegas en un parque. Te lo cuenta como si fuera la vida más fascinante posible, con un desparpajo carente de insolencia, con esa desidia tan habitual sobre lo familiar. Que acuda a un grupo de encuentro en su centro educativo destinado a la integración de aquellos que son o se pueden sentir diferentes, nos pone sobre aviso de que el acontecimiento disruptivo llegará de algún lugar que todavía ignoramos. Suena Cypress Hill y Albert nos entrega sus pasos de break ― continuará con una playlist que redunda en su gusto―. Su destreza, su cadencia y su disposición no decaen un solo instante y así consigue arrastrar a los espectadores a la ovación general cuando termina el espectáculo. Pero antes de llegar a ese punto, hemos de alcanzar la deriva simplificadora e inverosímil que contiene el texto de Daniel J. Meyer. En la segunda parte, una vez hemos asistido a cómo Carlos ha logrado ligar a través de Instagram, y cómo después ha conocido a su conquista en carne y hueso, y se han hecho novios y han celebrado el cumpleaños de él (16 años) en la casa solitaria de la prima de ella (con las velas y el nerviosismo de la primera vez juntos en la cama); asistimos a la denuncia por violación que ha recaído sobre Carlos. Las causas, el juicio, las explicaciones, el dictamen, el sufrimiento de unos padres que se ven envueltos en un lío burocrático sobre la adopción y otros detalles confusos, son tan rocambolescos y precipitados que parece que estamos en una de esas películas americanas en las que todas las leyes y todos los astros se confabulan para que un negro bonachón termine en la trena. El uso de las leyes españolas se retuerce de tal manera que da la impresión de que todo se apura con la verdadera fecha de su cumpleaños y que la barrera de los dieciséis años lo dispone casi como un mayor de edad (casi kafkiano). Se requeriría más precisión en los procedimientos policiales y en las referencias que seriamente nos hagan pensar que lo narrado tiene credibilidad (que la parte denunciante declare haber escuchado al acusado hablar en árabe, cuando es bien fácil demostrar que no habla esa lengua. Por ejemplo). El objetivo está claro: señalar la xenofobia y el racismo que este muchacho tiene que sufrir y cómo sobre él recae el peso del prejuicio; que es, curiosamente, lo que la actualidad de los MENA (termino ya peyorativo en sí) y su demonización, pretenden poner sobre la mesa. El epílogo le quita más complejidad al asunto al rematar con una resolución que intenta poner un poco de justicia en el caso. Recordemos que el texto de Daniel J. Meyer ganó un premio Max. En cuanto a la dirección de Montse Rodríguez Clusella, me ha parecido que ha sabido conjugar muy bien los puntos de intensidad y sobredimensionar en lo posible un espacio bastante limitado. A.K.A., que son las siglas de ‘also know as’ (también conocido como), y que últimamente se emplean mucho para señalar apelativos o hipocorísticos de, por ejemplo, directores de cine y otros artistas; viene a significar en esta función, ese otro nombre que es una máscara que «españolice», que «integre» al joven de tez oscura con pelo negro. Otra denominación más que se añade al nick del perfil en las redes sociales, el pseudónimo que te haga pasar por otro; pero, también, la firma, el tag, que encubra tu verdadera identidad y tus verdaderas intenciones. Capas y capas de protección para que no nos hagan daño. Capuchas que escondan el rostro. Sirva el ímpetu de Albert Salazar con su interpretación para remarcar que algunos, en nuestra sociedad cosmopolita, sufren el odio atávico de los cavernícolas que nos circundan.
Texto: Daniel J. Meyer
Dirección: Montse Rodríguez Clusella
Reparto: Albert Salazar
Ayudante de dirección: Daniel J. Meyer
Diseño y construcción escenografía: Anna Tantull
Vestuario: Equipo A.K.A
Diseño de iluminación: Xavi Gardés
Espacio sonoro: Daniel J. Meyer y Xavi Gardés
Coreografías: Guille Vidal-Ribas
Cartel: Quim Àvila y Roser Blanch
Fotos del espectáculo: Roser Blanch
Producción ejecutiva: Roser Blanch, Sergio Matamala y Clara Cols
Distribución: Eli Riera y Mery Delorenzi
Comunicación: Clara Cols
Administración: Mario Berlinches y Sergio Matamala
Redes sociales: Daniel J. Meyer, Eli Riera
Jefe técnico sala: Xavi Gardés
Jefe técnico gira: Fernando Portillo
Una producción de Flyhard Produccions / Sala Flyhard
Con el apoyo de ICEC – Institut Català de les Empreses Culturals i ICUB Institut de Cultura de Barcelona
Con el patrocinio de Gramona y la col·laboración de Llibreria Montseny
Agradecimientos: Quim Àvila, Àgata Casanovas, David Solans, Ivette Torrent, ESART, EMAV, Ana Peña, Col·legi Sant Marc de Sarrià, Jordi Bas
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 17 de noviembre de 2019
Calificación: ♦♦♦
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