Luciano Castro se encarna en un célebre luchador de pressing catch para recrear un espectáculo con el trasfondo de la guerra de las Malvinas

Hace unos meses regresaba a las tablas ¡Esta noche, gran velada!, de Fermín Cabal para retratar esa podredumbre que ha rodeado siempre el boxeo, el que se alimenta de púgiles de barrio que caen en los amaños por su pura necesidad e ignorancia manifiesta.
Nos encontramos con un montaje de mimbres convencionales. Con loables intenciones, a la hora de recordar aquella maratón televisiva ─mayo del 82─ que se organizó para que las estrellas del país animaran a los conciudadanos a donar todo lo que fuera posible para ayudar a las tropas. Por lo visto, aquella recaudación no llegó a sus destinatarios previstos; sin embargo, aquí el caso se centra, como icono patético, en un púgil celebérrimo venido a menos. Un juguete pop, un personaje de esos que nos rodean por doquier, alguien emanado de aquel espectáculo tan chusco, a la postre, que era el pressing catch (observemos qué nimia repercusión tuvo en España la reciente muerte de Hulk Hogan, cuando había sido una megaestrella de los noventa). Como se afirma en la función, el «catch ha muerto». Ejercicio circense, solo apto para ingenuos y para aquellos que anhelaban fantasear con lo que hoy es la verdad más violenta, el MMA que tanto triunfa.
Me parece que Gonzalo Demaría, firmante de este texto, se recrea y se demora, en los diálogos, extensos, en las pocas escenas que ocupan este breve proyecto. Siempre es admirable que los autores depuren sus obras y que no regalen explicaciones innecesarias a los espectadores; aunque no tengo claro que el público español (como ha sido en esta ocasión) vaya a empatizar con el conflicto de fondo. Aquella guerra de las Malvinas ─se volvió sobre ella hace un par de años con El salto de Darwin─ nos queda lejos, emparedada por otras conflagraciones de mayores dimensiones, en un mundo ansioso. Es decir, contemplamos a estos individuos sobre el tapiz y no alcanzamos a medir la auténtica dimensión de su desdicha.
Nuestro Sansón, quien ha pasado por la peluquería, que cojea de una pierna porque un autobús lo pasó por encima; pero que conserva un cuerpo musculado enviable a pesar de frisar los cincuenta años, es un exluchador, es el tipo que atiborró el Luna Park, cuando hace una década fue unos de los hombres más insignes de aquella Argentina que Maradona iba a reinar. Luciano Castro encaja a la perfección en el papel y resulta enormemente convincente en sus gestos pugilísticos y en su cariz de hombre tullido. Si escuchamos atentamente a su esposa, Lea, que había cumplido sobre el ring las funciones de Dalila, entenderemos que esos luchadores, como ha ocurrido históricamente en el planeta, procedían de barrios pobres y contaban con poca educación. Nuestro protagonista sabe leer, a diferencia del resto, que han encontrado puestos de brigadistas de la dictadura (terminaría justo después de la batalla). Bien que lo recalca Vanesa Maja con ese tono cómico de mujer echada para adelante, cuando se las tienen que ver con el coronel Garmendia. En este hallamos un rol más escurridizo. De esos seres que ejercen el poder a cada instante, aquí marca el ‘vos’ y el ‘usted’ con distanciamiento y soberbia. Y, en esa idea tan explorada desde el nazismo, aquello de la sensibilidad al arte y la capacidad para el asesinato en el mismo humano. Lo discurríamos sobre ello la temporada anterior en Música para Hitler. En este militar la afición por la ópera es una perdición. Se marcará un paralelo entre Tosca y nuestro drama, con las súplicas de Dalila por su marido. Para apostar firmemente por esta intertextualidad y favorecer el camino hacia la espectacularización, Constanza Díaz Falú y Fernando Ursino cantan pequeños fragmentos de la obra de Puccini. Quizás esa veta podría haberse exprimido más. Igualmente, el homoerotismo de este coronel habría dado, incluso, más juego. Su apadrinado, el joven luchador Jorgito, nos deja a un Gonzalo Gravano repleto de inocencia, quien resulta un antagonista magnífico para provocar el contraste. Sansón deberá vestirse de pirata inglés para aceptar la derrota pactada y así animar a los patriotas, pues el ganador será el gauchito, quien se presentará de azul celeste con las boleadoras en las manos. El vestuario, sobre todo de los contendientes, de Jorge López perfila con gran precisión el simbolismo que se arrastra.
La dirección de Emiliano Dionisi gana en el desenlace. El combate permite alzar el vuelo dramatúrgico, darle una lógica dinamicidad, una búsqueda épica del pundonor, que es, al final, con lo que debemos quedarnos. De todas formas, creo que es una propuesta que se queda coja en su esfera política. El sarcasmo sobre las palabras empleadas en la lengua anglosajona es apenas un rasguño crítico para rememorar aquella insensatez.
Texto: Gonzalo Demaría
Dirección: Emiliano Dionisi
Elenco: Luciano Castro, Manuel Vicente, Vanesa Maja y Gonzalo Gravano
Cantantes: Constanza Díaz Falú y Fernando Ursino
Diseño de iluminación: Lucía Feijoó
Diseño de vestuario: Jorge López
Diseño de escenografía: Cecilia Zuvialde
Música original y dirección musical: Manuel De Olaso
Directora asistente: Julieta Abriola
Coordinación de producción artística: Juliana Ortiz y Constanza Comune Páez
Coordinación de producción técnica: Pedro Colavino
Coordinación de escenarios: Julián Castro, Lucas Pulido
Coordinación de talleres de realización: Guadalupe Borrajo
Coordinación de talleres de vestuario: Camila Ferrín y Laura Parody
Asesor en lucha: Javi Guerrero
Una producción del Teatro San Martín-Complejo Teatral de Buenos Aires
Con la colaboración de Air Europa
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 12 de octubre de 2025
Calificación: ♦♦♦
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¿A quién le puede interesar la historia de una imprenta de Buenos Aires? A muchos, si eso implicara, simbólicamente, hablar, por ejemplo, de las fases de la revolución industrial, de los mecanismos de automatización, etc. O, quizás, supusiera universalizar las rupturas que acontecen en las sagas vinculadas a un negocio familiar y cómo las generaciones deben hacerse cargo de situaciones muy diversas. Bien, pues nada de esto —al menos de una forma plenamente desarrollada— transcurre en esta obra. Sobre las tablas no ocurre nada que me parezca interesante, nada que justifique una obra de teatro, y menos, con ese despliegue de personal. La anécdota —por llamarla de alguna manera— le compete a su autora; pero no entiendo cómo nos puede afectar o conmover a los demás si no nos permite ir un poco más allá del recuerdo de unas vivencias un tanto anodinas y corrientes. A lo mejor ya está bien de forzar la mirada de esos espectadores tan afanados, tan festivaleros, que se pirran por lo que viene de fuera o por aquello a lo que se le otorga un aura que no merece. Porque hablamos de un estilo teatral que se desgasta por momentos. 