El grupo Atalaya vuelve a dar una lección estética en su versión de la obra lorquiana

Después del buen sabor de boca que nos dejó su reciente Madre Coraje, ahora los de Atalaya se han plantado en el Centro Dramático Nacional con una mirada sobria y onírica sobre uno de esos textos de teatro imposible de Federico García Lorca. También este año hemos podido disfrutar ─y lo hemos contado por estos lares─ de El Público, con una visión del simbolismo lorquiano absolutamente diferente del que aquí, con Así que pasen cinco años, ha imaginado Ricardo Iniesta. Escorado hacia una estética, por un lado, expresionista, donde la arquitectura se maximaliza y las escaleras conducen hacia la nada o el vacío y, por otra, hacia Magritte: objetual, directo y metafórico. Cuando la función se vuelve aún más onírica, también podemos encontrar esas líneas de fuga que imprimió Orson Welles en su adaptación de El Proceso. Partimos, por lo tanto, de una escenografía con pocos elementos, pero de una funcionalidad evidente, que juega con el beneficio de una iluminación donde Miguel Ángel Camacho ha sabido provocar nuestra atención. Es una virtud de esta compañía la capacidad para dinamizar los textos cuando se ponen en escena, aprovechando todos los espacios posibles de tal forma que nada entorpezca el paso de un acto a otro, de una escena a la siguiente. Lo vemos, por ejemplo, cuando aparecen delante del telón el niño y la gata, para después adentrarnos de nuevo en ese despliegue de escaleras dobles, de armario de espejos donde se multiplican las personalidades reflejadas o de los objetos que se reparten por el suelo como las tijeras, como símbolo de impotencia en el más amplio sentido del término. Sigue leyendo