Nuria Espert se convierte en la abuela fustigadora en una obra muy endeble del novelista Alejandro Palomas

El género familiar abunda tanto en la escena ─más que en el cine─ que uno termina agotado de costumbrismo y de la misma estructura. Y eso que aquí Alejandro Palomas se salta su propio esquema y concentra en ochenta minutos la hecatombe que propicie la limpieza ritual de una familia, que la libere de sus pesares y de sus cuitas y, a la par, nos convoque a tal oxigenación a nosotros mismos desde la platea. Sin embargo, convengamos en que se roza la telenovela. Es una mala obra teatral que adapta una novela que busca excesivamente la sentimentalidad a través de entresijos forzados.
Nuria Espert se despide del teatro ─la recordaré por su participación en Incendios y, sobre todo, por La violación de Lucrecia─ para hacer de Mencía, una abuela que ha esperado a verse rodeada de sus dos hijas y de sus dos nietas, para soltarles el rapapolvo con un buen repaso vital entre sarcasmos, y mientras carga su boca de tacos para regocijo de un público que cae en ese tipo de chabacanerías. No será este su personaje más brillante, desde luego, porque ninguno de los papeles, ni siquiera el suyo, son lo suficientemente solventes como para pergeñar un argumento mínimamente verosímil. Al menos, la escenografía de Sebastià Brosa, ese hábitat rocoso que nos traslada al Mediterráneo, resulta de lo más sugerente con el leve desplazamiento que nos indica una nueva perspectiva, una visión del mar y de la Isla del Aire. En ella, las proyecciones de Álvaro Luna (con la ayuda de Elvira Ruiz) logran una ambientación de lo más llamativa, un movimiento entre tanto estatismo melodramático.
En definitiva, aceptemos que a la función le falta prólogo, contexto, atmósfera de cierta normalidad; ya que si vamos repasando a cada uno de los personajes casi podríamos pensar que los ha mirado un tuerto, y que han viajado hasta ese islote para hallar a la vieja pitonisa que las ilumine en su presente y futuro aciagos. Ninguna se libra. La misma protagonista, Mencía, no es que frise los noventa y esté sentada en una silla de ruedas, y que pierda la conciencia y explore la realidad con pesadillas que sobrevienen, es que tiene el brazo lesionado. Podemos admitirlo, claro; pero si su hija, con la que suele vivir, Flavia, y con quien lleva una relación de amor-odio muy acendrada requiere muletas, porque se ha lastimado una pierna; pues la verosimilitud se quiebra. Además, Teresa Vallicrosa no tiene tiempo para desarrollar de una forma más concisa su papel; parece que su vida está determinada por un hecho del pasado que, como no podía ser de otra manera en una obra así, conoceremos al detalle (mal de amores). Otro tanto le ocurre a Candela Serrat, quien inserta su historia ya avanzada la pieza. Una catástrofe personal más que daría para un desarrollo muy superior, pero que es anecdótica. Si se ha enamorado de una mujer, cuando lleva años casada y tiene un hijo, entenderemos que el cambio es brusco, pues, encima, su marido se ha enterado. Además, en ella no observamos una interacción coherente con el resto, y eso aumenta la falta de familiaridad que debemos presumir en ese grupo de mujeres, por mucho que las desavenencias vengan de lejos. Peor se da el asunto con Clàudia Benito, que hace de Bea, la más joven, y que tiene más protagonismo. La conexión con su abuela es entrañable; aunque establecen un juego de contarse secretitos que es demasiado naíf. También la muchacha ha roto su noviazgo. Otro desastre para esta calamidad bizantina (o turca). Ni si quiera se dibuja tímidamente el contraste entre aquellas dos hijas de la anciana. Una más bronca y dolida; la otra, Lía, encarnada por Vicky Peña con paciencia y candor, es una señora que cede enseguida, que se vuelve complaciente ante las adversidades. Por eso su progenitora consiguió con facilidad que volviera al redil cuando se descubrió que su yerno era un adúltero.
Uno se pregunta si el recuerdo de Helena, esa tercera nieta desaparecida en el mar hace un año en esa Isla del Aire no debería ser más inspiradora; si no debería suponer una atracción mayor para las demás, cuando parece que era la más «artista» de todas. Únicamente es otra «excusa» para que la matriarca ejecute su poder terapéutico aplicando su soberbia.
Tampoco creo que debamos caer en el habitual estudio sicológico, donde terminemos por derivar de esa madre fustigadora cada una de las particularidades emocionales de sus descendientes. Sus debilidades propiciadas por ella y la paradójica exigencia de fortaleza in extremis. Un ejercicio masoquista repleto de manipulación. Todo ello resulta demasiado evidente y merecería una complejidad de más calado, no vaya a ser que al final nos quedemos con que todo el montaje está destinado solamente a que la Espert demuestre su arte interpretativo. Desde luego, el director, Mario Gas, ha puesto todo su empeño para que así sea.
Autor: Alejandro Palomas
Dirección: Mario Gas
Reparto: Nuria Espert, Vicky Peña, Teresa Vallicrosa, Candela Serrat y Clàudia Benito
Diseño de espacio escénico: Sebastià Brosa
Diseño de vestuario: Antonio Belart
Diseño de iluminación: Paco Ariza
Música original y espacio sonoro: Orestes Gas
Videoescena: Álvaro Luna con la colaboración de Elvira Ruiz
Caracterización: Núria Llunell
Voz: Anabel Moreno
Una producción de Teatre Romea con el apoyo de ICEC
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 14 de enero de 2023
Calificación: ♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:

