El burlador de Sevilla

El Teatro de la Comedia presenta una oscura versión que desubica a don Juan y nos permite escuchar los versos con mayor claridad

El burlador de Sevilla - Foto de Sergio Parra
Foto de Sergio Parra

En 2018 se representó esta misma obra sobre el escenario del Teatro de la Comedia y, por aquellas, ya se quisieron excusar sus pergeñadores con todo tipo de vericuetos lingüísticos. Don Juan quema en las manos de una sociedad vigilante y con la espada del feminismo enhiesta. Parece que las preocupaciones de Xavier Albertí y de Albert Arribas van en otra dirección, quizás más literaria. Se continúa con el esencialismo que se ha impuesto desde que llegó Lluís Homar a la Compañía, y que tuvo en Lo fingido verdadero su penúltimo ejemplo la temporada anterior. El burlador se nos muestra despojado de época, de contexto y se sumerge en una oscuridad que impregna el ambiente y su carácter. La fanfarronada cae y aparece la desfachatez en el gesto, en la mirada y en la mandíbula. Tiene el Tenorio de Mikel Arostegui apostura de chulo, de hortera de discoteca con su camisa translúcida y su desnudo integral. Su emblema: «Sevilla a voces me llama / el Burlador, y el mayor / gusto que en mí puede haber / es burlar una mujer / y dejarla sin honor», resonará ya avanzada la función. Aquí parece incidirse en la pulsión sicopática; aunque en el fondo encontremos «razones» políticas, casi revolucionarias, en los desvirgamientos. La honra es el gran tema de los Siglos de Oro (y de antes, y de después). Para derrotar a los futuros aristócratas se requiere hundir su línea de flotación. En cualquier caso, el actor se sitúa con una fuerza imperiosa y un poderío tenebroso que sostiene a lo largo de la función sin un ápice de agotamiento. Porque también se enhebra el placer máximo que supone la conquista, el dominio del lenguaje para «entontecer» a las damas y la templanza para no caer en las redes del amor y ablandarse.

Por otra parte, nuestro héroe queda subsumido por una atmósfera premonitoria. La tenebrosidad del espectáculo, tanto por la propuesta escenográfica de Max Glaenzel, quien ha situado una larga mesa como divisoria de dos mundos, noble y plebeyo, luminoso y oscuro, terrestre e inframundano, que igual vale para lecho, banquete o sepulcro, como charco que se deba inundar cuando el chirimiri caiga sin piedad; como por la iluminación de Cornejo, que tiene la habilidad de hacer sobresalir de la sombra cada mueca. La estética, definitivamente, delinea una ética. Y el vestuario de Marian García Milla, que enlute a los caracteres, hace el resto de lo que podría considerarse una misa negra con todo su protocolo salvaje hasta el final, donde no tiene cabida el perdón, como así suelta don Gonzalo: «No hay lugar, ya acuerdas tarde».

Paradójicamente, la sensación es de distanciamiento, de frialdad; no obstante, el fulgor procede de la palabra, emitida por monólogos de gran consistencia, como el que compone Isabel Rodes, poco antes de toparse con el náufrago encarnada en la pescadora Tisbea. Con la lluvia sobre ella, la actriz realiza un complejo ejercicio de interpretación manteniendo un pulso que no decae en ningún instante. Después, aunque con otro cariz muy diferente, el infalible Rafa Castejón, bajo la piel de don Gonzalo de Ulloa, saca a relucir su capacidad para mostrarse tan natural y describir Lisboa con toda «maravilla» («octava»). Más luego, marcar su ira en el trascendental desenlace, con el Tenorio arrastrado a los infiernos.

Luego, por otra parte, Jorge Varandela se lleva mucho a su terreno al lacayo Catalinón, ofreciendo esa fluidez que imprime siempre a sus papeles, expeliendo bondad y una frescura sin igual. Magnífico. Por su parte, Arturo Querejeta sentencia con su socarronería, primero como embajador y, después, como padre de don Juan. Sí que se percibe en el rey que hace Antonio Comas una sentenciosidad algo anticuada, aunque su voz de tenor vibra en el piano cuando recita el soneto que reúne algunos de los versos más profundos de la obra: «Envidian las coronas de los reyes / los que no saben la pensión que tienen,…». Ciertamente, el elenco está muy afinado y da buenas réplicas al burlador para que, de alguna manera, comprendamos que se dan toda una serie de resistencias ante tamaña desvergüenza.

Otro asunto es si se debiera haber apostado por Andrés de Claramonte como autor y haber dejado a Tirso de Molina en la recámara; porque Alfredo Rodríguez López-Vázquez da buena cuenta, en su edición de Cátedra, de unos buenos argumentos en favor del actor y dramaturgo murciano.

En definitiva, creo que es una vuelta de tuerca que, en lugar de buscar polémicas, está destinada a la escucha, al deleite que suponen unos versos cargados de potencia literaria y de la manifestación de que no solo el mal está donde más fácil creemos identificarlo.

El burlador de Sevilla

Atribuida a Tirso de Molina o a Andrés de Claramonte

Dirección y versión: Xavier Albertí

Dramaturgista: Albert Arribas

Reparto: Jonás Alonso, Miguel Ángel Amor, Cristina Arias, Mikel Arostegui Tolivar, Rafa Castejón, Antonio Comas, Alba Enríquez, Lara Grube, Álvaro de Juan, Arturo Querejeta, Isabel Rodes, David Soto Giganto y Jorge Varandela

Escenografía: Max Glaenzel

Iluminación: Juan Gómez Cornejo

Vestuario: Marian García Milla

Asesor de verso: Vicente Fuentes

Sonido: Mariano García

Ayudante de dirección: Jorge Gonzalo

Ayudante de escenografía: Paula Castellano

Ayudantes de iluminación: David Hortelano y Víctor Longás

Ayudante de vestuario: Emi Ecay

Coproducción: Compañía Nacional de Teatro Clásico y Grec 2022 Festival de Barcelona

Teatro de la Comedia (Madrid)

Hasta el 13 de noviembre de 2022

Calificación: ♦♦♦

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El príncipe constante

El Teatro de la Comedia acoge esta versión austera de la obra calderoniana con un Lluís Homar magnífico

El príncipe constante - Foto de Sergio Parra
Foto de Sergio Parra

Más allá de lo que hicieran y de lo que dijeran Goethe y Grotowski sobre El príncipe constante, se debe considerar si esta obra no termina de ser idónea para la representación, tal y como Calderón de la Barca la elaboró. Quizás el alemán, quien consideraba que los versos de esta obra eran de lo más excelso, tuviera razón al quitarle al gracioso Brito; y el polaco, con su teatro pobre, al derivar su protagonista hasta la pasión cristológica. Algo de esto hay en la mirada de Albert Arribas, el dramaturgista del montaje que podemos contemplar, por fin ―nunca se había hecho antes―, en el Teatro de la Comedia, desde la creación de la Compañía Nacional. Una de las cuestiones esenciales sobre este drama primerizo (data de 1629) y que antecede a La vida es sueño, donde algunos motivos, como el del libre albedrío, se conjugan necesariamente, es si el incuestionable poderío de sus poesías, de los soliloquios, de los gigantescos parlamentos, que leídos alcanzan cumbre lírica; funcionan igualmente en escena. Viene esto a cuento, porque estructuralmente, desde mi punto de vista, posee una serie de fallas que se pueden observar con cierta facilidad. ¿O acaso tiene interés la historia de amor entre Fénix y Muley; cuando apenas pueden plasmar su cercanía emocional? El punto de interés se lo lleva únicamente don Fernando, y lo demás, todo lo demás, parece accesorio. El príncipe constante es una purgación ascética, un sacrificio martirológico, una empresa de santidad y un prototipo de fe beatífica y, a la postre, una contribución evangelizadora del propio dramaturgo. Sigue leyendo