Puertas abiertas

Cayetana Guillén Cuervo y Ayoub El Hilali protagonizan esta historia difusa de Emma Rivarola con el terrorismo islamista de fondo

Puertas abiertas - Foto de Joan Riedweg
Foto de Joan Riedweg

¿No están ustedes, teatreros de más o menos intensidad, hartos de que les vendan lo que no va a ser? Hace unos meses, en esta misma sala Margarita Xirgu del Español, ocurrió algo parecido con Siveria, pues lo que se anunciaba como una obra sobre la defensa de los derechos LGTBI+, luego el asunto quedaba de soslayo. Ahora, volvemos a la carga con Puertas abiertas, y lo que inicialmente puede llegar a ser un conflicto acerbo sobre el terrorismo islamista y sus «fundamentos», se convierte en un compendio de temas de aquí y de allá, que por falta de profundidad carecen de interés. Lo paradójico es tratar del miedo al otro, desde el miedo al espectador (que no a la crítica, porque esta a nadie le importa). Y cuidado, que ni siquiera creo que sea un miedo a su rechazo moral o intelectual, sino más bien a su aburrimiento. Cuando el 13 de noviembre de 2015 la sala de conciertos Bataclan, situada en el IX Distrito de París, se vio atacada por varios terroristas armados con kalashnikov, los cuales asesinaron a 90 espectadores (más todos aquellos ciudadanos que murieron en los alrededores también por disparos, hasta sumar en total las ciento treinta víctimas), surgió en Twitter el hashtag #portesouvertes (Puertas abiertas). Sigue leyendo

Jane Eyre

Ariadna Gil encarna con virtuosismo a la protagonista de la famosa novela de Charlotte Brontë en el Teatro Español

En el montaje que podemos disfrutar en el Teatro Español se pueden distinguir dos aspectos de máxima importancia para valorar en su justa medida la propuesta de Carme Portaceli y de Anna Maria Ricart. En la parte visual, la estética se aleja del naturalismo que nos debiera trasladar a los paisajes ingleses, a la pertinaz lluvia y a esas grandes mansiones de la burguesía que va tomando posiciones a lo largo del siglo XIX. Con la escenografía de Anna Alcubierre uno puede regocijarse con su serenidad, con el minimalismo y con esa austeridad que se pretende transmitir (todo un exceso que no corresponde con el victorianismo), cuando el vestuario de Antonio Belart marca con recalcitrante negro y oscuridad talar a todos esos individuos, en principio, anónimos. ¿Nos hemos trasladado a la Suecia de Bergman y de Ikea, o de signo pietista? Esta estética está al servicio del arte en el sentido de que nos invita paradójicamente a la claridad de los personajes, casi despojados de cualquier reducto de lujo que los signifique en su verdadera clase social. El igualamiento es preponderante. Así que es un gusto templado la contemplación del espectáculo, al que se le suma la música en directo, como si fuera una banda sonora a la antigua usanza, promovida por Clara Peya, con momentos de indiscutible delicadeza al piano y un sutil vigor con la compañía de Alba Haro al violonchelo. Sigue leyendo