Búho

La compañía Titzina se queda a medias a la hora de transmitirnos la angustiosa vivencia de un antropólogo forense que ha perdido la memoria

Búho - FotoResulta verdaderamente difícil expresar en escena la amnesia sin caer en la intromisión externa. ¿Qué ocurre en el cerebro? ¿Cómo se entremezclan los recuerdos asentados en el tiempo con esos retazos inasibles que se suceden en el presente? Pablo es un antropólogo forense. En el descenso a una gruta ha sufrido un accidente que le ha provocado una severa pérdida de memoria. Desde ese momento, el público duda ante lo que observa. Es habitual en las historias que nos cuentan los de Titzina ─así lo comprobamos en La zanja o en Distancia siete segundos─ que se expongan a través de aproximaciones en marcha, con el acontecimiento comenzado, con voces y fragmentos que luego se deben reconstruir. Nunca se da esa linealidad que nos facilitaría el camino y que nos haga comprender ipso facto de qué están hablando. Por eso, el susodicho experto graba sus conclusiones provisionales acerca de los huesos que ha encontrado en aquella caverna. ¿Estamos en algo que ha vivido o en lo que debería haber hallado si no se hubiera caído?

Diego Lorca, autor del texto, interpreta a este paciente estupefacto en ese hospital donde se ha despertado. Frente a él, un neuropsicólogo le hace preguntas tremendamente básicas para evidenciar su lamentable estado. Quizás ahí la obra baje demasiado su atractivo. Pako Merino hace su labor médica de una manera prototípica y no nos concede ningún asidero que nos destine más allá. Y es que en esta función me falta un punto intermedio, un elemento de enlace en la crónica; porque las metáforas están expuestas con las señas de identidad que estos dos creadores manejan desde hace años; aunque no se abunda en un argumento escurridizo. Uno se queda pensando en la mera semblanza, en el hecho mostrado sin desarrollo subsiguiente, en el pozo oscuro de fondo o en el impás. Es más, cuando se quiere engarzar el sufrimiento de Pablo, en su confusión, lo que se supone que nos quieren contar de él, el doctor nos avanza una serie anécdotas sobre la vida de este hombre, explicaciones que se sueltan de forma abrupta sin una verdadera representación, como si se hubieran quedado atascados en ese diálogo nublado e impotente. Ya que apenas podemos adivinar que está divorciado, que tiene hijas, que lo vienen a visitar y que su madre se llama Ariadna (como no podía ser de otro modo), para alguien que no es capaz de escapar del laberinto. Y, sobre todo, el truculento suceso de su hermana fallecida con trece años. ¿A cuento de qué viene esto? ¿Qué relación tiene con su situación? Esto nos puede hacer especular con que hayamos sido engañados y nuestro protagonista, en realidad, viva en shock y su desmemoria tenga que ver con la autoprotección de su propio cerebro, con la necesidad de no sufrir más. Porque discurrir por una metáfora más global, más concretamente histórica, y que nos competa a todos me parecería un exceso crítico. En definitiva, todo esto no se acopla con la ambientación, con su viaje «espeleológico».

Puesto que lo auténticamente valioso de Búho (ese animal con el que tanto se identifica el malhadado) está en las técnicas teatrales que aplican estos dos artistas, en esa manera de conjugar la gestualidad ─a veces para adentrarnos en lo onírico, como en el juego de brazos y manos superpuestos─, en los movimientos, en este caso, a través de la animalización con esa ave nocturna que Merino acoge y que nos sugestiona; o con ese aprovechamiento del espacio tan sutil como dinámico, con la iluminación de Jordi Thomàs que lleva al extremo la tenebrosidad. Así, la escenografía de Rocío Peña, con dos grandes paneles móviles, vale para crear la habitación de la clínica, también un pasadizo y, sobre todo, unas paredes sobre las que ir reflejando las pinturas rupestres que deben aunarse en una especie de conciencia primitiva, una expedición de la mente hasta alcanzar esos vestigios, quizás seguramente alejados del arte, y más próximos al indicio, a la señal de que ahí se encuentran esos animales. Una pista, como esas en las que un antropólogo forense debe fijarse para descubrir la verdad.

La breve pieza está realizada con primor, con gusto y con un detallismo encomiable; pero esta vez el relato parece inconcluso o, si se quiere, incapaz de hallar un destino más fértil. Por eso el espectador se puede quedar a medias.

Búho

Idea y creación: Diego Lorca y Pako Merino

Dirección: Diego Lorca y Pako Merino

Dramaturgia: Diego Lorca

Interpretación: Diego Lorca y Pako Merino

Composición musical y sonido: Jonatan Bernabeu y Tomomi Kubo

Iluminación: Jordi Thomàs

Espacio escénico: Rocío Peña

Construcción escenografía: Albert Ventura y La Forja del Vallès

Diseño proyecciones: Joan Rodón

Vestuario: Ona Grau

Diseño gráfico compañía: Isa Besset

Dirección técnica: Albert Anglada

Producción: Luz Rondón

Fotografía: Quim Cabeza

Técnicos en gira: Marto y Jordi Thomàs

Titzina Teatro

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 22 de octubre de 2023

Calificación: ♦♦

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La zanja

Diego Lorca y Pako Merino recrean el desastre de 2000 en la mina de Choropampa (Perú) como una simbólica repetición del pasado

Los de Titzina ya demostraron un modo de hacer particular en aquel Distancia siete minutos que presentaron en 2014 en el Teatro de La Abadía. El desarrollo de historias complejas, abordando cada escena en la reconversión de varios personajes, con unas transiciones muy fluidas, con desplazamientos sugerentes entre las sombras que va habilitando una iluminación muy focalizada en los diferentes espacios. Establecer un vaso comunicante entre Pizarro y Atahualpa, y la tragedia de Choropamapa (Perú) en el año 2000, cuando un derrame de mercurio ―utilizado para extraer el oro― contaminó altamente la zona. Era otra vez la búsqueda del preciado metal, la imposición del poder y los augurios de progreso y bonanza. «¿Qué tendrá este metal, para ser más querido que los hombres?», afirma en su primera alocución Diego Lorca para introducirnos en un relato de vaivén constante donde la Verdadera relación de la conquista de Perú, de Francisco de Xerez (secretario y escribano oficial de Pizarro), trae ecos permanentes. La zanja es un entramado de personajes que deambulan entre el ambiente macilento en un espacio de realismo mágico, como si se nos remitiera al Pedro Páramo de Rulfo, entre las arideces de la desolación y de la sequía pertinaz, y las voces de aquellos espíritus de antaño que pululan. El diálogo que, en diferentes momentos, mantienen el alcalde de la localidad y el técnico de la empresa minera ―responsable de convencer a los lugareños de la viabilidad ecológica del proyecto―, resulta ser el más fértil filosóficamente. Dos visiones antagónicas de la vida y de las ambiciones de unos individuos con objetivos que chocan irremediablemente. Sigue leyendo