La vida es sueño

Los ingleses Declan Donnellan y Nick Ormerod ofrecen una visión desenfadada de este clásico, a través de una modernización que rebaja la hondura filosófica del dramaturgo español

La vida es sueño - Foto de Javier Naval
Foto de Javier Naval

Donnellan y Ormerod llegan con todo su bagaje modernizador de clásicos a emprenderla con nuestro Calderón, y creo que es un manierismo, un estilo repetido, que devalúa las cuitas barrocas. Sus dramaturgistas, en buena lid, corrompen la duda imperante en el autor español para trasladarnos hacia un mundo onírico que, en cierta forma, anhela la evasión ante la zozobra del devenir. Para ello nos sitúan en un contexto que podríamos hallar en los años cuarenta, durante el final de la Segunda Guerra Mundial, a caballo entre Europa y Estados Unidos. Puesto que la comicidad del vodevil se adentra de manera muy sorpresiva e inédita sobre las tablas, para producir un choque que es de lo más meritorio. Y esto lo podemos asumir, porque tenemos integrado en nosotros el drama, nos lo sabemos y, si mantenemos la mente abierta, podemos encontrar derivas por las que colarnos imaginariamente.

La musicalidad, el juego de puertas y de guiños payasescos propios del slapstick (incluido el lanzamiento por la ventana del lacayo) vienen remarcados una y otra vez, como una reiteración surrealista, por el tema «Cuánto le gusta», de Carmen Miranda. Esa atmósfera de diversión se conjuga con la parálisis y la estupefacción del máximo protagonista: Basilio. Sigue leyendo

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La vida es sueño

Los jóvenes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico despliegan su buen hacer con la tragedia de Calderón en la despedida de Helena Pimenta como directora

Foto de Sergio Parra

Cada una de las incursiones en la obra magna de nuestra literatura es un recuerdo de su consistencia estructural, de su poética barroca y de esa profusión filosófica sobre las cuitas de la Edad Moderna; desde la duda cartesiana hasta el cuestionamiento del dios todopoderoso (podemos recordar la fantástica propuesta de Carles Alfaro hace un par de temporadas). Vuelve Helena Pimenta con la obra que tanto éxito le dio cuando puso a Segismundo en la piel de Blanca Portillo. Ahora se despide de la Compañía Nacional de Teatro Clásico ―con honores―. Que retome la versión de Juan Mayorga (muy ajustada en los tiempos para lograr un brío enérgico y satisfactorio) con los jóvenes de la Compañía, es una apuesta firme por adentrarse en vericuetos complejos. La función, desde luego, es muy atractiva visualmente, y es debido al espacio escénico que Mónica Teijeiro ha imaginado. Porque la sala Tirso de Molina, en la quinta planta del Teatro de la Comedia, está resultando en estos pocos años que lleva activa como un lugar bien versátil; y así se da muestra de ello en este montaje. Se aprovechan al máximo las alturas: Rosaura corretea en su huida por las pasarelas que permiten colocar los focos a los técnicos, Segismundo aparecerá por un recoveco central y el elenco al completo se adentrará por cualquier esquina sobredimensionando las perspectivas. El conjunto es sencillo, pues los elementos con los que se juega son mínimos: apenas un piano y una cortina de láminas traslúcidas en el fondo. Sigue leyendo