María Velasco realiza una versión excesivamente alejada y desencantada de la novela que firmó Boris Vian en los años cuarenta

Podemos volver todo lo que sea necesario sobre el debate de las adaptaciones y de las versiones, sobre la fidelidad al original, sobre el respeto a lo que quiso decir el autor de marras; a veces es una discusión espuria, porque el resultado favorable de la nueva obra zanja el asunto. Pero no sabemos por qué esta obra se llama La espuma de los días (basada en la novela de Boris Vian). Que se titule de la misma forma tiene un pase, pues es una metáfora muy jugosa; que haga alusión al escrito del novelista francés ya es enteramente cuestionable. Apenas han quedado algunos nombres, algunos subtemas y la raspa del pescado. Me gusta tener de referencia la magnífica y luminosa incursión fílmica que ejecutó Michel Gondry en 2013; puesto que visualmente muchos lectores quedarán saciados al ver en imágenes esa algarabía entre surrealista y patafísica de Vian. Ahora, ¿qué ha querido elaborar María Velasco? ¿No hubiera sido más honrado, a tenor de la estupefacción de parte del público, que se hubiera llamado de otra manera para que no se tomara como un gancho comercial equívoco? Dejemos la cuestión. La dramaturga lleva ya muchos años imponiendo su estilo y creo que hemos llegado a un punto en el que deberíamos exigir una evolución, una deriva o, incluso, un abandono, porque sus fieles seguidores pueden percibir algo de cansancio. Ante todo, lo suyo es la versificación barroquizante, conceptista, satírica y mordaz (escuchado, cuesta hilar cada símbolo esputado). Sigue leyendo